A vosotros no les aconsejo el trabajo sino la lucha.
A vosotros no les aconsejo la paz, sino la victoria. ¡Vuestro trabajo debe ser
lucha y vuestra paz, victoria! Solamente armado con arco y flecha es como puede
callar y estar quieto; de lo contrario se parlotea y se protesta. ¡Vuestra paz
debe ser victoria! ¿Qué la buena causa santifica hasta la guerra? Yo les digo
que la guerra santifica todas las causas. La guerra y la valentía han hecho
cosas más grandes que el amor al prójimo. No vuestra compasión, sino vuestra
valentía han salvado ahora hasta ahora los accidentados. Preguntáis “¿Qué es
bueno?”. Ser valientes es ser buenos. Dejad que las niñas digan: “Es bueno lo
que es bonito y enternece”. (NIETZSCHE)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

La viuda y el Can (cuento)

LA VIUDA Y EL CAN








Fueron esos días de soledad exasperante, cuando los efluvios del sofá le recordaban a la última persona que lo ocupó; el recuerdo de su cara se le venía zigzageante a la memoria de Liliana, la viuda del coronel.
Aquella mañana cuando se encontraba zurciendo la chompa de Betún, su perro consejero de miradas y cómplice en sus noches de albedrío, llamaron a la puerta, y sin que nadie pueda abrir en el día dominical, se apresuró en atender. Nunca pudo imaginar que fuesen los mismos ojos inocentes y extraviados de aquel mozuelo, como ella misma lo llamaría en muchas noches de excitación a la luz de sus ensueños; el mismo cuerpecito de piel suave y alabastrino que le hacían recordar sus amores de niña, cuando en sus juegos de engaño y confusión y además desilusión, veía a sus pretendientes mirando el infinito del pensamiento al esperar el resultado de su cortejo ineficaz; era la misma pose del muchacho que ella recordaba en su adolescencia a los jovencitos cuando la esperaban en la vereda de su casa, bien perfumados, bien peinados y muy babosos. Por una momento le invadió un torrencial de vida, se sentía nuevamente tan inocente como cuando tenía catorce años. Pero luego, brutalmente, se acordaba de su boda, de su hija, de su viudez, de la realidad y le inundaba una y otra vez toda esa pesadumbre pegajosa que le impedía sentirse joven.
"Buenas, señora", saludó Alejandro muy quedo. La viuda de Rada le entregó una mirada de cortesía.
"Hola muchacho. ¿Cómo está tu mamá? Pasa."
El joven ingresó lentamente mirando otra vez el lugar donde estuvo hace dos semanas, junto a su madre, visitando a la dueña. Aquella vez sólo se la pasó escuchando aburrido los comentarios de las señoras que se conocían desde que sus maridos ingresaron a la Escuela de Oficiales de la PNP. Ellas muy seguras de sí acordaban reuniones. El lujo de sus voces traspasaban a los oídos de Alejandro como ridiculeces de seriedad; para él, lo que hablaban su madre y la señora Liliana eran puro formalismos innecesarios que no tenían nada que ver con sus cargos de madres, para su mamá, y las de viudas sin esperanzas, para Liliana.
"Bien -respondió Alejandro con referente a su madre-, gracias."
Pero el motivo de su visita era menos importante de lo que realmente quería. Entregarle una revista de modas de parte de su mamá, fue el pretexto que se buscó para poder ver una vez más, la segunda, a la persona que pudiera dar solución a sus interrogantes actitudes -¿pero, por qué ella? Esa certidumbre, esa necesidad cosquillosa de verificar algo nació con la primera visita cuando en un instante, las chácharas secas de las señoras, cambiaron a un tema primordial para su vanidad. Escuchó decir a Liliana que su hija estaba ya en la universidad, que todavía no tenía enamorado porque la muy orgullosa era bastante singular en sus gustos; odiaba a los hombres que se creían machos pero más parecían ovejitas sollozantes al lado suyo, y concluyó diciendo que si viera a tu hijo, estoy segura de que ella sería la ovejita. Comenzaron a reírse, entendiéndolo como solamente un cumplido, y no como una realidad. No obstante, Alejandro que era un muchacho dotado de gracia física y de unos ojos que inspiraban confianza y rigidez, igual a los de su padre, no dejaba de ser un niño, para las señoras por supuesto; apenas estaba por culminar el colegio y comenzábale a florecer unos pelillos en el mentón. Pero a él se le vino todo el cielo a su altura y vio a la señora Liliana viuda de Rada, de unos ojos verdes, no como la anciana que en un tiempo consideraba así a todas las amigas de su madre, sino como una chica-grande, tuvo la sensación, algo como extrema hipótesis, de que la amiga de su mamá se esforzaba en mirarlo o figurarlo como un hombre bien maduro, no como el mozalbete de dieciséis años, que ni siquiera podría ser el enamorado de su hija, o bien sería su hijo. Se equivocó en eso, porque Liliana sólo miraba a Alejandro con sustancia de envidia a la madre por el hijo que ella nunca tuvo, y muchos más por ser el hijo tan atractivo como su padre. Después de la visita con su madre, Alejandro estuvo recordando en todo el camino de regreso a la señora Liliana. Recordaba haber visto sus pechos pecosos cuando en un momento de la reunión se le había caído la cuchara de la taza en donde tomaba su café y se agachó, fue ahí que los vio, vio las dos montañitas no tan firmes como los anhelaba; pero notó un misterio de seducción que lo instó a imaginarse miles de cosas, sin embargo todo fue tan fugaz que se quedó con la ansiedad de querer verlos a flor de piel en un baño sin restricciones. Recordaba su mirada de hembra herida, con los ojos bien abiertos y latían como los latidos del corazón. Y siguió recordándola todo el resto de los días y, mientras los recuerdos eran más intensos, su vida se desbarrancaba en un mar de indecisiones, de día y de noche se confundía con una existencia monótona, hasta que no soportó la ingravidez, no quiso seguir en sus dudas y decidiendo dejar libre a cualquier impulso, fue a verla.
"Solo vengo para entregarle esta revista de parte de mi mamá", dijo muy nervioso.
"Oh, ¡qué maravilla!" -se alegró Liliana-, tu madre siempre tan buena."
La señora se quedó oteando la revista y él no cesaba de respirar rápido. Trató de interesarse en ver la cantidad de perritos de cera en la biblioteca, pero ni eso le sacaba del nerviosismo. Quería invitarla a salir como un gran caballero, quería decirle "tú", quería comportarse como su padre, y así intentar decirle que se quedaran a conversar sobre sus vidas, tal vez sobre su amor; intentar tratarla con igualdad, pero no se podía. Ella era una señora, nada contra eso.
"¿Te gustan los perros? -preguntó la dama viendo el interés del muchacho por los adornos-. Yo tengo uno, se llama Betún."
Cuando en el preciso momento, de un pequeño jardín, allá en el fondo, se oyeron unos ladridos feroces.
"Él es -continuó-, pero no es tan bravo."
Alejandro intentaba poner atención, pero no podía más. Doña Liliana más le seducía con su naturalidad, y a él más le parecía imposible, su naturaleza era inapropiada para sus fines.
"Disculpe señora, ya me tengo que ir", masculló Alejandro.
"¿Tan rápido? -se sorprendió Liliana, o quizá lo fingió- Bueno, gracias por el favor."
Lo acompañó a la entrada; Alejandro, que andaba a su espalda viendo cómo se ondeaba el vestido en su cuerpo pomposo, tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para no lanzarse contra ella. Quería que ella dijera algo, algo indirecto siquiera, algo que él necesitaba para seguir adelante. Pero Liliana se mantenía insondable.
Antes de cerrar la puerta, Alejandro tímido intentó despedirse dándole la mano; la mujer sin rodeos, con gran dominio, le dio un beso en la mejilla derecha. ¡Error! Fue un suceso descontrolado, porque percibió en aquella mejilla un olor helado que se introdujo en todo su cuerpo, en el pecho algo se estremecía. Ese aroma le llevó a rememorar hace casi veinte años, a un hombre, a uno que llegó a amar con todos sus impulsos. Se llamaba Alejandro Neyra; por cosas del destino, era el padre del muchacho. ¿Qué olor tan simbólico había experimentado? Era el perfume que ni los años lograban fermentar, era un olor al aire risueño, el aroma -según ella- de su poesía.
Cerró la puerta, pero antes le preguntó cuando va a regresar para que le devolviese la revista. Alejandro no tenía pensado hablar una palabra más; entonces titubeó y balbuciendo: "Cuando usted lo diga". El viernes en la noche le respondió Liliana.
Ella se quedó recostada de espaldas a la puerta con los ojos cerrados recordando cuando tenía veintiún años y había soñado casarse con Alejandro Neyra; siguió recordando, una retrospectiva dolorosa por el túnel del tiempo y entrevió el rostro de la madre de Alejandro chico, de veinte años, un rostro pálido, parecido al de Santa Rosa de Lima, un rostro bueno, que sin embargo cimentaban, engrandecían su amargura, y el rencor formó su rostro, apoyada en la puerta, malignamente. Y se fue corriendo a su dormitorio.
De regreso a casa, Alejandro estaba pesimistamente emocionado. La había vuelto a ver como semana antes lo ansiaba de tanto pensarla. Había sido feliz cerniendo cada movimiento maduro de ella, desde el juego de su lengua con el diente molar hasta el arreglar de su sostén fuera de su ropa. Sabía también, que lo que pensaba días antes, lo que sentía recordando a ella, había sido confirmado con la visita, le parecía y estaba seguro que ella era la mujer esperada y no aquellas muchachitas con sonrisitas de idiotitas que le perseguían a todo instante. Supo entonces, además, con lo probado aquel día, que todo era un absurdo. Se prometió que nadie iba a saber del porqué sangraba su corazón, sería traicionarla a los chismes de otros, no iba a permitir eso. Se prometió no luchar, no iba a luchar por algo que no se hizo para coger, era más que un imposible, era una irrealidad, algo etéreo. A pesar de ser liberal, la señora no le mostró interés, se decía ¿Acaso debería mostrar interés?, ¡claro que no! Todo esto es una tontería. Pasaban los días y no trataba de olvidarla. "Eres más feliz cuando das amor, que cuando recibes", recordaba haber leído en alguno de sus libros, no se acordaba en dónde; vivía como al leer una novela, nunca contradiciendo, emocionándose con cada relato -cada recuerdo- detrás de cada puerta. Riéndose sólo tras las paredes por las curiosidades que cada momento iba imaginándose. Construyéndose para así mismo la historia como él la quería, pero, siempre flotando sobre su cabeza, que nada era, era una novela, fantástica y nunca real. Así, a Liliana la llevo a otro mundo, donde solo él estaba como el gran marido. Poco a poco la imaginaba sin defectos, ya por ahí desaparecían unos bultitos, ya por ahí una naciente arruga se esfumaba. A Liliana se le endurecían los muslos y los pechos se le empinaban, tantos recuerdos y, ya ahora, estaba como una mujer de quince años, sólo para él. Era su chica-grande, la tenía siempre en sus sueños aunque medio cambiada, en cada segundo de sus pensamientos, en todos lados. Tanto era su alucinante profundización en el alma, que la supuesta armonía que encontraba en su determinación de no luchar por ella, se le iba de las manos, habían exageraciones y ocurrían saltos dialécticos que le hacían perder los estribos, desamordazaba a sus impulsos y, como sea, de todas formas, en exiguos segundos, hallábase con una solución. Cierta vez pensó que cuando ella le hablaba sentada en el sofá, cruzaba las piernas a propósito; esto era una señal, pero nunca dejaba de ser un pensamiento, una fantasía. Otras veces le daba la impresión al recordarla hablando, que su voz cambiaba en un sentido más pasional, ¿qué pasión habría en hablar con uno de dieciséis años?, se preguntaba, y terminaba olvidándose de sus esperanzas. Pero lo más razonable, fue un pensamiento que vivió con él hasta el día viernes, día en que volvería a verla. Ella le había preguntado cuando volvería por la revista. En primer lugar, Liliana y su madre pertenecían al grupo de las esposas de los oficiales de la policía. Entonces todo los martes se reunían en la casa de la señora Martínez, la esposa del Director General. Por eso fácilmente la revista hubiese sido devuelta en uno de esos martes. ¿Por qué le dijo que vuelva? Eso fue la soga en que estuvo colgado, la única posibilidad. Pero después, tampoco creía en esa posibilidad y volvía a su consumismo emocional llenándose de sus recuerdos fingidos y reales todas las horas, teniendo una esperanza reprimida, inconsciente, que tarde o temprano con el paso del tiempo, iba a olvidarse de todo. Pero eso no iba a suceder por lo menos tempranamente, él no trató de olvidarla, siempre ella, fantasma o real. No se imaginó que hace falta mucho más que una determinación para que uno pueda doblegar a sus pasiones.
No pensó volver a verla, lo único que sabía y se lo repetía mil veces, era que nadie iba a enterarse de sus cuitas por demás irrespetuosas para con una señora cabal. Porque en su criterio de joven adolescente y en el criterio general pensaba, no podría darse que una señora con modales -aunque raros- de clase elevada, con una casa cómoda para ella sola; con el orgullo de ser la viuda de un hombre valiente, enterrado como un héroe nacional por salvar a un niño en los interminables enfrentamientos con le terrorismo; con una hija mayor que él; con sirvientes mayores que él a quienes trataba como cualquier mendigo -según contaba su madre-, con un perro inmenso que se orinaba en la sala, pero no permitía ni una otra gota si quiera de agua que cayera en sus alfombras o en sus muebles como negligencia de alguna empleada; que en fin era muy alta para cualquier promedio, nunca iba a fijarse en un niño, que a parte de la ética social y la prominencia de la mujer, no era adulto y además, algo más grave: no tenía plata. Como suele suceder en algunos casos, no se ve el fondo del asunto; no se percató que esa mujer, con sus adornadas distinciones, era también una mujer, claro un poco mayor, pero mujer ¡y bien conservada! Mujer que siente acaso las cosquillas en la zona más cuidada. Una señora que no tenía a nadie que la restringiera a sus actos, a no más que el luto de hace dos años. Una mujer que todavía no era una vieja resignada ni tampoco era una adulta en sus fantasías, donde a veces se le escapaban las travesuras de muchacha. Era una mujer que era libre a las casi cuatro décadas, edad en que cualquiera sufre las nostalgias de su juventud y, otras, hasta se aferran a ella.
Liliana, en los días que siguieron a la visita del mozuelo, estuvo un poco confusa con la relación a sus pensamientos. De pronto, sintió como si fuese el Alejandro hijo, el Alejandro padre. No notó la diferencia en nada. Quiso mil veces entender que era una ansiedad de ella esta apariencia, por lo tanto necesitaba contrarrestarla, pero cada vez más el padre se le acercaba con un fervor no sentido desde que se inició todo. Ya no sólo eran recuerdos displacenteros como comúnmente lo denominaba al recordarlo tratando de reprimir su amor, sino que brotaba, no sabía de dónde ese deseo antagónico con él. Se acordaba como hace casi dos década ella estaba en un auto, junto con la persona que después sería su esposo, cuando aparece Alejandro Neyra embellecido y encantador, tan joven; recordaba que esa vez fue el primer día que lo vio. Luego suplantó al padre y puso al hijo en ese acto. Ahora Alejandrito bajaba de la vereda y se acercaba al auto con el uniforme de cadete de su padre. Y eso la confundía. "Eres muy bella", en su adentro oía la voz gruesa y con clase de Alejandro Neyra, y muy clara que parecía pulida por el tiempo. "¡Reverendo imbécil! -ella pensaba en voz alta-, entonces por qué te casaste con la mosca muerta de Verónica." Recordaba las noches de cine en que salían en pareja los cuatro; los dos cadetes con sus parejas, las señoritas limeñas, una de las pocas limeñas natas que quedaban. En la oscuridad de la sala de cine, mientras tomaba la mano del novio, Liliana osó una vez por impulsos más fuertes que los controlables a rozar la pierna de Alejandro, sentada entre ella y Verónica, y lo sintió por primera vez que estaba nervioso. Le temblaba las piernas y por algo que ella hacía, se sintió dominadora de todo sus actos, lo sintió en sus manos. Después vendría la maldita boda de la persona que se había convertido en una panacea utópica a su vida y luego la carta que mandó. El odio recrudecía, se enrojecía en el pasado. Desde allí odió a Verónica de Neyra, maldijo su vida y todo lo que sea de ella. Paralelamente, el amor también formaba parte de su vida, por eso tuvo que soportar todo el escozor que le ocasionaba la otra aceptando por último ser su amiga, desde entonces jugó siempre a la inseparable e íntima amiga. "Carajo, ser amiga de esta tarada para poder ver al otro tarado." Se decía la mayor de las veces que hablaba con Verónica.
El día viernes lo sintió Alejandro como el despertar de un sueño pesado. "Alejandro -le dijo su madre-, no te olvides de ir a la casa de Lili para que te devuelva la revista." "¿Qué?", ¿no era lo más lógico que ella misma lo hubiera recogido en sus reuniones?, pensaba. "¿Sabes qué me ha dicho?", le decía su madre un poco sonriente fuera del cuarto del hijo, "va intentar presentarte a su hija", casi se rompe la cabeza en el cajón del ropero al escuchar la noticia. "¿La hija?" "No te hagas, si yo me di cuenta del interés que pones en ir a casa, ¿por qué crees que te di la revista?", le dijo su madre a manera de confesión.
Por un momento le molestó que ella creyese aquella noción y más al escuchar que Liliana se había puesto de alcahueta para promocionar a la hija. Eso demostraba que no le importaba en nada. Pero después se alegró porque así nadie se daría cuenta en los más remoto sobre las intenciones que se traía aunque ya desechas: ¿desechas...? fue tras la viuda.
Al salir de su colegio, estaba emocionado por lo que le había pasado y porque ya faltaban pocas horas para ver nuevamente a Liliana. En el colegio, a la hora del recreo, una alumna de tercero había gritado frente a todos "¡Alejandro, te amo!", poniendo celosos a todos. A los sinsuerte de sus amigos no les quedó de otra que tratarlo como un dios. Estaba con un ánimo omnipotente. Llegó a la casa de Liliana. Estaba ahí por tercera vez.
Quedó desconcertado ante lo que encontró. Ansiaba estar a solas con ella como el domingo pasado y lo que encontraba era un par de cholitas bien coloradotas vestidas con uniformes de sirvientas, que pasaban a cada rato por la sala para mirarlo y darle unas guiñaditas. Eso ennobleció a la señora, porque se sentía la dueña de un hombre al quien otras lo deseaban. Quiso siempre eso con Alejandro Neyra, soñaba estar casada con él y andar de su brazo para que vean que tenía el marido más pintón de todas las esposas. "Pero la idiota de Veró tenía que meterse". A Alejandro hijo se le vino la altilocuencia y con el permiso de la señora por supuesto, se quedó casi hasta la media noche hablándole de sus niñerías enseriadas por el relator.
"Mi hija no va ha venir", dijo la viudad de Rada, fingiendo culpabilidad de algo. Alejandro, con el valor de aquellos gilerazos denodados le replicó: "Yo vine por usted". Ella no se molestó, no dijo ni pío, y se desembrolló hablando imparable de varios temas, de perros, de trabajos sociales, de reuniones en la organización, de su madre, de su padre -que por curiosidad lo trataba del Can. "¿El Can?", se sorprendió Alejandro. "Sí... ¿no lo sabías?, así le decían", aclaraba ella.
Tras tres horas de conversación sin cohibiciones, ya se habían dicho al principio que se tratarían de tú a tú, cuando Alejandro se sobrevenía de atenciones y distinciones respetuosas. La sola razón que dio ella a la pregunta de Alejandro al decir por qué habla hasta de sus cosas personales hasta con un mocoso, ella respondía: "Tú ya eres un joven, y los jóvenes deben ser tratados como adultos para que sepan resolver problemas ulteriores". "¿Ulteriores?", se preguntaba el adolescente, ¿será algo de sexo? Bueno era una charla vista desde otro rincón como de dos adolescentes que se conocían para ser enamorados. "La señora es una descarada -bisbiseaban las sirvientas-, es casi un niño."
En una parte del diálogo, Alejandro vio algo raro en la manera de expresarse de su escondida amada. Notaba algo de mórbido en su gesticulación. Era algo lujurioso el mover de sus labios; y su mirada, su mirada devoraba con su intensidad. Más le dejó sorprendido cuando ella le preguntó "¿Y tú cuantas al hilo con tus enamoradas?", él se quedo perplejo, ¿a qué se refería? ¿No creo a lo de la cama. "¿Al hilo?", le preguntó. Ella estaba con una mano en sus labios tratando de ocultar la risa con mirada pícara. Pero antes que le respondiera él se impuso, "Tres, cuatro, y de vez en cuando cinco: depende", respondió indiscreto. Desde entonces se abrió entre ellos una puerta más. Ya la puerta de la confianza estaba tomada, la de lo sexual, la de lo íntimo se venía con muchas promesas. Así que después de inventarse varias historias de su vida sexual, como que era un tirador de los mil demonios, ¡y las poses que se sabía según él¡, escogía cualquier animal y le anteponía "pose", de esa manera iba naciendo la pose del cangrejo, la del orangután, la del cuy, y se daba maña para explicar cómo era cada una; después de decir que todas las noches se metía al cuarto de la empleada y la hacía chillar como carnero degollado, y que armaba unos desbandes gomorríticos con sus amigos, ambos al culminar, quedaban en silencio como descansando del libertinaje de sus diálogos, y sólo una sonrisa animaba al joven a seguir con sus cuentos pensando divertir y no aburrir a su acompañante que sin hacerse notar estaba que le ardía el vientre con tantas historias.
Esa madrugada pensó en Alejandro. "Mozuelo lindo", se dijo, por un momento pensó estar feliz con esa nueva liberalidad que se le antojaba, se imaginaba escenas por demás libidinosas junto al muchacho, exprimiéndose de tantas alucinaciones. Pero luego fruncía el entrecejo y miraba mentalmente el rostro de Verónica, el cuerpo santificado de Verónica entre una ventisca protegiendo y abrazando a su hijo. "No, señora, tengo que hacerte sufrir", moviendo la cabeza negativamente como condenando a alguien.
Después de la noche del viernes, Alejandro siguió concurriendo a pedido de la dama los días siguientes. Le invitaba a tomar lonche y si se quedaba hasta muy tarde le servía la cena. Se fue convirtiendo así, sin querer en un invitado perpetuo. Se quedaba hasta alta horas de la noche departiendo todo tópico y, en especial, afines a lo sexual. Escondíanse de las sirvientas en algunos aposentos inhabitados de la casa como travesuras de niños, jugaban a ser dos hermanitos viviendo en una casa inmensa donde moraban dos brujas, las sirvientas. Éstas, desairadas por el adolescente, le negaron toda solicitud tan sólo poniendo los ojos austeros y mirándolo con mala cara decían para ella "Vete con la vieja y no jodas". Una de esas noches la hija independizada fue a visitar a su madre. Le sorprendió la manera de cómo trataba al visitante, parecían marido y mujer se decía la hija. Carla veía al chico con signos de superioridad, con la arrogancia de la mayoría de años; ella tenía diecinueve. Por eso en la cena que tuvieron los tres, tantos los comentarios como el silencio los sofocaba . De alguna manera Liliana trataba de crear una armonía fraternal entre Alejandro y Carla que por lo mostrado en sus frases cruzadas y el disgusto de sus muecas se diría que se empezaban a odiar, Carla le decía "Chibolo" a cada momento, siempre y cuando Alejandro trataba a su madre de tú, irrumpía con comentarios directos tratando de ridiculizar a Alejandro hablando del colegio como cosas de niños, de las fiestas de chibolos, de la necesidad de la mamita, y exasperaba tanto a Alejandro que se había creído hombre maduro por la confianza dada por Liliana, como también a ella, porque la hija destruía todo el engaño que se había creado tratando de creer que Alejandro Neyra, el adulto, el padre, era el adolescente que tenía en frente. Aunque después de todo, Alejandro no negaba que Carla estaba como uno quiere, si hubiera sido más materialista fácilmente cambiaba a la madre por ese par de muslos esbeltos y largos, "También con los pantaloncitos que se traía", esa cadera cómo se habría después del delgadito trecho de su cintura de nata. De rato en rato también se molestaba consigo mismo al descubrirse de pronto mirando el cuerpo de Carla, como diluyéndose ante la enemiga. "Esta Carla está buenaza. No. ¡Qué digo!, su mamá está mejor. Lili va a ser mía. No voltees. ¡No!", pensaba en plena cena mientras la hija lo atiborraba de desprecios. "Creo que esta celosa la pobre, seguía pensando. Piña pues, pa'qué llega tarde."
La Mamá de Verónica había sido engañada por el hijo y sospechosamente por la misma Liliana. "¿Qué tal te va con la hija?", le preguntaba a su madre como cómplice. Él se quedaba compadecido y divertido frente a su madre; pero no sabes, mami, tu amiga ya cae. Una noche, después de tres semanas de visita, ambos estaban solos en la sala. Era un domingo. Nunca antes Alejandro se atrevió acercársele tanto a la señora y tampoco a ninguna otra muchacha de su edad, no soportaba el clímax de nerviosismo cuando alguna mujer se le apegaba a propósito. Sin embargo ese día, pudo aguantar con muchas agallas que ella se sentara a su lado para que le contara historias de terror adquiridas en su estancia en Huaraz. Se creó un ambiente propicio para el miedo que por puro instinto ambas manos se rozaron en la penumbra de la sala; no se miraron a los ojos, sino, se quedaron callados, apretujándose los dedos húmedos y sintiendo todas esas reacciones raras y excitantes que se causan dos cuerpos atrayentes y se forma en el espacio, en un cuarto, las cuatro letras: amor. Eso parecía, amor. Alejandro había cerrado los ojos y en la espesura de su felicidad estaba terminando de tramar su próximo movimiento cuando tuvo la sensación de haber sido aplastado por un lobo inmenso.
"¡Fuera Betún! Oh... no...", daba unos alaridos cariñosos la viuda. "¡Oh Betún!"
Votando adornos, empujando puertas con tropelía había ingresado el perro, tumbando la lámpara poseído por una furia infernal estaba encima de Alejandro, resonando la casa con sus ladridos. El animal y el hombre luchaban como jugando, una mezcla de sudor y baba entre los cuerpos.
Betún, después de unos segundos de lucha se fue a un lado mirando inocente cómo Liliana llevaba del brazo al adolescente. Sacando la lengua, sacudiendo el tupido pelaje oscuro.
Los siguió con pasos meditados.
"No es nada -decía Alejandro en brazos de la señora-, no te preocupes." Mientras recordaba el zarandeo, la oscuridad y el perro y el perro y la oscuridad.
"Pobrecito Mozuelo, te está saliendo sangre", le hablaba con amor.
La lucha no había sido ni diez segundos, pero para él había pasado mucho tiempo, estaba exhausto y atónito. Apareció tendido en una cama muy confortable, no había nadie. Después vio mejor y la señora estaba a su lado; sería el cuarto de ella, pensó. Liliana tenía en sus manos una cajita blanca pintada en su tapa una cruz roja, empezó a echarle alcohol en un rasguño, el único. Con la luz clarísima se pudo dar cuenta de lo inmenso que era Betún. El perro estaba en la puerta del dormitorio viéndolo -no sabía por qué tuvo la sensación de que el perro lo odiaba- con las orejas peludas empinadas muy chicas para su tremenda cabeza, no parecía un perro, un chancho quizá, un león, un gorila de cuatro parantes. El hocico negro, los ojos negros, el pelaje negro. ¿Qué raza habría sido? Un oso, eso, más parecía un oso con esas fornidas patas de elefante lo exageraba, cómo tronará el suelo con sus pasos.
"Bota a tu perro", le pedía a Liliana.
"No temas, no hace nada."
"¿Y por qué estoy en esta cama?", contestaba irónico Alejandro.
"No te conocía -una sonrisa-. ¡Betún! ¡Betún!", lo llamaba. Ahí venía fortachón el animal, subió con desenfado a la cama y empezó a lamer el rostro de Liliana, mientras ella lo acariciaba, tócalo le pedía al muchacho, es bien hermoso le insistía. El susto llevó a Alejandro a imaginar que era un caballo encima de la cama en donde él estaba echado. La viuda recorría el cuerpo del animal con método, la cabecita, la espalda, su colita, lo besaba y, ¡zas!, a los huevos, dos pelotas de tenis.
"Parecen peluches", le transmitió a Alejandro con la sonrisa en los labios.

Ya estaba por concretarse el nuevo día y Alejandro tuvo que regresar a casa apurado, no había hecho sus tareas. Estaba atrasado en el bimestre y se insinuaban reprobaciones en varios cursos. Menos mal que su padre estaba de viaje y su madre siempre paciente, confiaba en el hijo. Pero a Liliana no le contaba nada de eso por temor a que se suspendieran las visitas.
"Estoy bien", era lo único que decía.
Los siguientes días fueron de más calor. Cumplía con la rutina de siempre; regresaba del colegio olvidándose de sus amigos que se iban al parque a retozarse con las alumnas, tomaba el micro sin ver atrás a los que le llamaban y a los que pensaban "pa'mí que éste es homosexual". Llegaba a su casa, disimulaba calma y después de un rato mostrando desinterés a su salida, se despedía de su madre. "¿A dónde iría?", su madre cavilaba haciéndose la juguetona: "Mozandero éste, mi hijo". Liliana ya no se sorprendía al ver al muchacho en su puerta, ni se acordaba cómo eran los muchachos en su época. Alejandro siempre con los ojos rígidos, con sonrisa, con paroxismo. Pero ahora traía algo más, una decisión. Tengo que besarla, se daba ánimos, ahora es el momento. Pasaban las horas y ni agarraditas de mano. La mujer hable que te hable y no encontraba lo propicio: sensación, silencio, calentamientos, excitación y roces, eso era el fin. De tanto que conversaban de todo, de sexo hasta en los animales, él le confesó que su hija estaba muy bonita, e implícitamente pensaba en voz alta si sería virgen. "¡Qué!", dijo exaltada la viuda de Rada, nada más. Se supo calmar pronto. Se le iba, si su cuerpo no, su alma sí. Tuvo la sensación de que algo se le escapaba de las manos, el muchacho, su Alejandro, se le iba. En el fondo de todo, se puso celosa, no obstante, lo disimuló.
Una tarde Alejandro se escapó del colegio desesperado por verla, intentando darle un sorpresa, cuando vio en las empleadas algo de duda, no sabían qué hacer. Al ingresar encontró a Liliana hablando en la sala muy interesada con un señor de bigotes abultados. Se sintió incómodo ante la presencia del mayor Cáceres. Tuvo que protestar que traía un recado para la señora; y ya a un lado con Liliana, a solas, le preguntó mostrando furia qué hacía con ese tipo, lo que encontró en ella la indiferencia. Avergonzando ante la actitud ajena, la del marido celoso, no tuvo más que olvidar el percance. A los dos meses con el pretexto tramado por Alejandro, se apagaron las luces principales, dejando solamente la lámpara, para poderle enseñar un acto de brujería. Liliana entusiasmada porque otra vez le hacían recordar a sus años mozos, preparó todo. Adrede se tomaron de las manos, ellas se le echó en su hombro y empezó a soplar en el cuello del muchacho. Así quedaron toda la noche sin atreverse a consumar lo deseado días antes, la brujería quedó a un lado; hechizados ellos, analizaron el aire. Liliana quería absorberlo todo, se quedaba sin espacio. Alejandro, tranquilo o desesperado, no se sabía. Tenía a la mujer en sus brazos y no hacía nada. Escuchaba la respiración anhelosa de Liliana como si estuviese en el onanismo, qué le venía, qué pensaba, de todo, toditito. Ya no se podía esperar más.
En el domingo venidero, ahí lo había planeado todo con la cabeza fría. Golpeó la puerta con insistencia, ya se le escapaban los ánimos, ¡Liliana, apúrate! ¡Liliana, ábreme la puerta! Estaba envalentonado. La puerta se abrió, una luz radiante iluminaba el umbral, la noche estaba en su plenitud. La abrazó, si la violaba, ¡la violaba!, qué me importa. Comenzó a proferir frases sin sentido: ¡Que su madre no sabía nada! ¡Yo me escapaba! ¡Su chica-grande! ¡Qué rico soñaba con usted! ¡El perro lo detuvo! ¡Su reprobación! ¡Le decían papacito! Sí, Liliana. ¡Reprobado! ¿No sabes por qué? ¡Por ti!, ¡cómo, Liliana!, ¡sí, Liliana!, ¡con tu hija nada...!
Y la mujer: ¡Ya cállate mozuelo!
No sabías qué hacer, Alejandro, las lágrimas y los mocos te molestaban. Te calmaste, Alejandro. La tenía en sus brazos, apegó sus labios a su frente, se dirigió a sus orejas y ahí la modorra del amor, su respiración ávida. En Liliana, el cuerpo caliente y su espíritu frío. El calor de Alejandro la estremecía.
"Te amo Liliana", dijo. Un silencio eterno se produjo.

Estaba oculta entre sus cabellos siendo presionada por un mozallón que de la noche a la mañana mostraba todas las dotes de una persona hecha y derecha. Liliana cubierta por los brazos y por un huracán de sentimientos, escuchó como desde un hueco aquel "te amo" que se expandía en sus oídos.
"Oh, Alejandro... estuve esperando casi veinte años para que me dijeras eso”, respondió cerrando los ojos.
"¿Qué?", saliendo del frenesí, asustado y confundido.
"Nada", replicó Liliana abriendo bastante los ojos. Y hubo de ver a otro entonces. La rigidez de tu mirada, Alejandro, ¿dónde estaba? ¿Por qué estás cambiando, mi amor? En los ojos enlagrimados de Alejandro encontraba la mirada quebradiza y taciturna de Verónica. La veía a ella. A ella del brazo del hombre que amaba, a ella en brazos del hombre perfecto. A la mujer que le había arrebatado su felicidad, la que vio su humillación. Alejandro no eras. ¡No estabas! Empezó a reírse a grandes jajareos, su rostro era un puño ahora.
Los labios del mozuelo recorrían de la oreja a la mejillas y entraban a la boca. Todo era un reguero de luces y vientos, no sabían qué hacer. El uno buscaba armarse de más valor para besarla y lograr hacer el amor con ella, en su misma casa, en su misma habitación como una premonición de su vida; y la otra en sus dudas, en sus confusiones de si el hijo o el padre, de si el amor o el odio, en el hijo o la madre, en el olvido o en la venganza. La reminiscencia fatal de imprecaciones. Se oscurecía el alma, todo era abstruso. La sombra la vapuleaba, la revolcaba con escupitajos de recuerdos dolorosos: venganza, sí. Ya era la cúspide, el momento estaba maduro, era la hora. Se acordó cuando el mayor Cáceres intentó besarla después de haberse dejado conquistar; cuando el profesor Vera le apretaba del talle y se acercaban con su boca bembona; cuando el lechero Liberto con su olor a queso se iba contra ella; cuando el vecino la tomaba de la mechas y las orejas y se aprestaba a besarla; y ahora Alejandro. Sentía placer con eso momentos límites, para que luego, sin armas en su contra, botarlos como si fuese a palos. Despreciarlos después de haberles calentado la cabeza a cada uno, después de haber escuchado decir que la amaban como unos niños en la inopia, como locos, ilusionadísimos, para luego mandarlos al diablo: todo para tratar de cubrir el hondo desprecio que le hizo el comandante Alejandro Neyra. Para decirse a sí misma que ella rechazaba tan igual como él.
"¡Suéltame, mocoso!", dijo resuelta. "Mañana mismo le digo a tu madre lo que has tratado de hacer, muchacho irrespetuoso, ¡malcriado!"
"Pero."
No sabías qué decir Alejandro, qué hacer.
"¡Vete!", gritó la viuda con los ojos salidos, empecinada en seguir con su venganza. Sin embargo, otra fuerza la diluía, entonces volaba en su mente: Mi amor... No me hagas caso. Pero pasaba porque la mancha ennegrecida ahuyentaba toda paz, la dominaba, era el diablo, la venganza.
Vio que Alejandro no hacía caso, y se le acercaba nuevamente para pedirle lo que se merece en tantos días de felicidad. La calma otra vez: ¡Amor! Y ya estaba la mancha endureciendo su rostro; pero ahora, la mancha aparecía en carne, huesos y pelos. Sin ser llamado, dando feroces ladridos, apareció Betún. Que maldiciendo con su ladrido parecía decir: ¡Lárgate!
Se cerró la puerta, dejando en el aire algunos murmullos de Alejandro con inciertos sollozos. La viuda ingresó a su alcoba, vacía, sin nada en su interior. Nadie había en la casa, noche sin nada y con todo. Bajó el cierre de su vestido, se desató el cabello ondulado, puso sus pechos al aire libre. El fragor en su mente volvía, tenía calor. Abrió las ventanas, puro árboles, noche sin luna y con todo. Desenrolló su diminuta prenda interior por sus muslos pálidos. Ahora tendida en su lecho. Empezó a reírse, su mente vio burla ante los hombres. Ahora frotándose el cuerpo.
"¡Maldito Alejandro! ¡Ya no te amo! ¡Escúchalo! ¡Ya no te amo! ¡Te odio! ¡ Tu hijo que sufra, tu esposa que sufra por todo lo que me has hecho!", gritaba sola en la inmensa casa, y llegaba a escuchar el eco de su voz, casi sin aliento. Por un extraño viento, quiso llorar. Sus piernas, su vientre, sus senos, recorría sin detenerse.
La puerta se estrelló con la pared, el perro irrumpió como el Can, como el demonio. Sacando la lengua, moviendo la cola y ella desnuda; ahora en el piso al pie de la cama, de rodillas lo esperaba, cerrando los ojos y mirando en su memoria vacía los ojos de Neyra. Se abrazaba, respiraba, respiraba como el fin de la gestación, ¡ven!, y en esas ansias estaba cuando sintió que dos patas de oso se posaban en sus ancas de yegua en celo y que, por más sórdida realidad, le hicieron desfallecer.

(2000)

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