A vosotros no les aconsejo el trabajo sino la lucha.
A vosotros no les aconsejo la paz, sino la victoria. ¡Vuestro trabajo debe ser
lucha y vuestra paz, victoria! Solamente armado con arco y flecha es como puede
callar y estar quieto; de lo contrario se parlotea y se protesta. ¡Vuestra paz
debe ser victoria! ¿Qué la buena causa santifica hasta la guerra? Yo les digo
que la guerra santifica todas las causas. La guerra y la valentía han hecho
cosas más grandes que el amor al prójimo. No vuestra compasión, sino vuestra
valentía han salvado ahora hasta ahora los accidentados. Preguntáis “¿Qué es
bueno?”. Ser valientes es ser buenos. Dejad que las niñas digan: “Es bueno lo
que es bonito y enternece”. (NIETZSCHE)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

La fuga de Israel (cuento)










Ayer lo vi, ¡qué emoción...
(Pues ahora qué argumentaré por este exabrupto vaivén de mis labios, que de la nada por esas horas se hallaban resecos. Qué diré de mi complicada manera de ser, de los altibajos de mi memoria, de mi aflicción hacia dentro. Por cuanto más miro mi cuerpo que no se lleva con mis ideas qué diré de mí si el arte es tan extraño, tan arduo y difícil a mi entender. Tal vez en este escrito fraternal -como toda novela, como toda epístola- se rellenen esas dudas, ya no en mí, sino en otros seres, maniquíes con corazón, que también como yo, nos robamos el aire.)
... y al verlo, sonreí. Aún me acuerdo del muchacho de la bicicleta, aquél que interrumpía todas las tardes mis quehaceres estudiantiles y pasaba tan rígido como siempre, con el mentón curvado y los ojos hundidos. Aquél que hace cuatro años me miraba asustado y yo andaba por ahí, en esos años pubertos, medio loquilla que de tantas insinuaciones creo que lo hice correr, puesto que no volví a saber nada de su existencia por varios años. Nada más que la constante fotografía de un mocito flaco que con mucho esfuerzo solía pasar por mi casa, dejando siempre a su paso, una estela de deseo.
Si no voy a violentar la realidad, entonces no negaré que me dolió mucho su partida a quien sabe dónde. Por ahí se dice que uno no puede sufrir la pérdida de alguien a quien nunca se tuvo. Bien es cierto que nunca me habló, tan cierto como que casi nunca nos miramos fijamente, pero el mundo es tan ancho y ajeno como diría el de los perros conscientes, que nada es infinito, para toda cláusula hay una salida. Por eso, él fue mío a mis trece años, yo lo escogí entre muchos que se daban sin querer su buena batalla a mis anhelos. Sé que lo vi pocas veces, pero si el mundo se valiera del tiempo de los astros, ilusión materialista, muchas cosas se hubieran dejado de hacer. Qué tan pertinentes fueron esos segundos a su paso, qué suficiente fue esa precisa mirada furtiva para que algo dormido en mí se levantase díscolo y llegara a conocer, tal vez, una de las apariencias de algo que se le llama, amor.
El tiempo a veces, o digo mejor, siempre, hace olvidar. Pero olvida las sensaciones, sin embargo el recuerdo persiste, está ahí. Yo ya de más edad, he vivido poco, como que lo suficiente para poder decir que aquello fue un suceso abortorio propio de los años en que vivía; época en que conocí más a fondo mis fantasmas, y lloré mucho, después, en repentinas frustraciones. Ahora en cambio, dotada de cuatro larguísimos años más, comprendo -pero no entiendo- que él no me inspira un amor normal ahora que lo veo, asemejando a los años en que tenía trece y lo adoraba como a un dios desconocido. Sino que al verlo siento una vergüenza un poco indescifrable. Ayer, por ejemplo, estuvo merodeando mi casa, buscando no sé qué y yo todo boba por nada del mundo quería salir. O cuando mis hermanas comentaban sobre el chico nuevo y entonces la sangre se me subía hasta las puntas de mis orejas. A pesar de que sin darme cuenta, de pronto, veo que yo también estoy deambulando detrás de mis puertas y ventanas queriendo salir, queriendo observar algo, buscando la calma obsesivamente en el viento de los extraños. Al verlo, supe muy subrepticiamente que en verdad era necesario, porque quería demostrarle lo mucho que he cambiado, que ya no soy la niña pálida y menuda que él conocía. Mostrarle mi nuevo cuerpo, mi nuevo rostro. Pero al final no pude. Porque él también ha cambiado y no me imaginaba cuánto. Del niño tonto que parecía sólo queda el mentón. Ahora anda con pasos resueltos y muy vanidosos, es alto, se nota que hace ejercicios porque sus pechos sobresalen en su ropa. Y como yo ya lo conocía, es muy guapo como cuando de niña me hacía suspirar, a pesar de su idiotez.

* * *

No me lo pude haber imaginado, él hablando conmigo. Era como aquellos sucesos tan propincuos, esperado hace mucho, y en cambio, son tan imposibles e inaprensibles por la sola y única razón que una no puede creer que en verdad está consiguiendo algo. Así, después de cuatro años, cuando no me lo esperaba, se me acercó. Aunque ya de qué vale, sólo me imagino cómo pudo haber sido nuestra historia si se hubiese presentado en aquellas tardes de verano, cuando salía a pasear con mis amigas entre ocurrencias infantiles y comportamientos seudomaduros. Esas salidas tenían un fin escondido y que cada una lo entendía pero de ninguna manera lo divulgábamos. Ya estábamos creciendo y tanto vanagloriábamos de nuestros cuerpos que queríamos demostrar que existíamos, y en especial a los muchachos, que por cosa rara, todo hacíamos en función de ellos. Tan valiosas se convirtieron desde ahí, esas, sus miradas.
Lo recuerdo tan bien, yo trataba en extremo de no encontrármelo por la calle, porque cuando menos me asomaba a la puerta él ya andaba por ahí. Pero no tan huraño parecía el interés por saber cómo seríamos de amigos, siempre fantaseaba en mi recámara y veía que estábamos juntos en un parque, riendo, recordando los tiempos en que a cada momento se aparecía por mi casa con su bicicleta, tan niño todavía que parecía un monito. Salía muy temprano rumbo a la academia y pasó, no sé si por suerte o mala suerte, que lo encontré en el paradero. Subimos al mismo ómnibus; creo que se las arregló que no por casualidad resultó sentado en mi lado. Me puse a leer sin interés porque estaba nerviosa y tullida. Él, al darse cuenta de que estaba en ascuas quizá por el rubor de mi faz que era algo inevitable y lo inevitable me sacaba tanto de mis casillas, se llenó de valor, como lo hizo notar, después de respirar muy profundo y me dijo: ¿Adónde vas? Yo me quedé en silencio como diciendo qué te importa (como diciendo eso, pero no queriendo eso; en tanto que más me sofocaba con su mirada, empecé a ceder; sabía que no era un desconocido y no era justo). Al final, letra por letra le respondí: A estudiar. En ese instante lo sentí tan dentro de mí que pasaba a gobernar todos mis movimientos. No quería estar todo tímida, pero él me envolvía cada vez más con su presencia de gigante. Empezó por hablar tan elocuentemente que sin darme cuenta yo ya había llegado a mi destino. Me preguntó si podía visitarme, que ya conocía mi casa; yo acepté, tratando de disimular una rara satisfacción.

* * *

¿Es que acaso no podré entenderme algún día? Según yo, no sentía el menor agrado hacia Israel, que así es como se llama este varón. Que esas miradas de antes eran cosas de niños; pero ahora, cada palabra suya me hace pensar no solo en lo que dice, sino también en él, en él como persona; porque cuando de improviso me doy cuenta, Israel ya anda contorneando todo mi triste universo mental. No entiendo, tampoco, por qué no acepto que entre Israel y yo haya una atracción, a lo más, superficial. Mis amigas que nos han visto pasear, me han preguntado ¿Quién es ese chico?, está buenazo, otras me suplican Chica..., preséntamelo; ¿Es tu enamorado? Pero creo que trato siempre de evitar hasta las suposiciones de que yo esté con él.

* * *

Ya lo sé, y tengo miedo. Desde que me habló la primera vez, desde ahí, estuve esperándole ansiosa, me corroía las uñas con la tensión de que cada llamada a la puerta sea la de él. Quería que me invitara a salir, si bien ante los demás actuaba como si no me importase (con esto lo dije todo: me importa mucho). Ya sin darme cuenta me hallaba tras las persianas viéndole pasar cada vez más embellecido. Una semana después, cuando tampoco me lo esperaba porque creía que ya se había olvidado de mí, me dieron el aviso que un chico llamado Israel me estaba llamando. Yo ni lo pensé dos veces, corrí hacia el espejo, me hice unos retoques y me precipité hacia la puerta; pero algo me detuvo segundos antes, y lo hice no sé si por orgullo o vergüenza, que con mucho esfuerzo mis labios pronunciaron dile que estoy ocupada. Esta inefable actitud divaga en muchos aciertos. Tal vez congenie con el hecho de no hacerle sentir importante o que piense que cuando a él se le dé la gana yo voy a estar ahí. Así lo mantuve por varios días, pensé que no iba a volver, hasta que una de esas veces que no fueron pocas, quise aguaitar su reacción en el momento que le decían que no estaba, y lo vi, no estaba amargo, sino con un rostro que figuraba un dolor inmenso, y que al patear piedras, parecía llorar. No pude soportar ver su desolación, estaba siendo muy mala con él, pobre. Fue cuando me atreví a salir.
Desde entonces todas las noche viene; a veces me invita a salir, yo acepto, claro, pero después de exorarme por mucho rato. Tengo cierto placer en tratarlo con indiferencia. Ayer, por ejemplo, fuimos a la iglesia. Él estaba muy feliz, se le notaba en su cara y en su facundia; por momentos pienso que me ostenta, en otros, cuando el querer es inconmensurable, hasta pienso que es al revés: ¡qué bárbaro!, ¡cómo lo miraban las chicas! Así anduvimos dando vueltas y conversando mucho, hasta que me pasaron la voz, eran unos amigos. Fui a saludarlos diciendo a Israel que me esperara un momentito, que ya vuelvo. Qué pena, tuvo que regresar hablando solo porque yo no me aparecí. Hoy ha venido un poco agrio. Le he insinuado que se vaya y ahora está que se carcajea hasta del perro. Le he dicho que no me gusta su cabello, que está muy largo. A la mañana siguiente me llevó al peluquero y le escogí un peinado, a lo alemán. Al regreso me preguntó si de veras estaba mejor así, le respondí que no. Noté en su rostro una mueca de hartazgo; lo miré, y al instante se dibujaba ya una sonrisa de sumisión en sus labios. No obstante, todo no era soberbia; por las noches cuando me aprestaba a descansar él se distinguía entre mis pensamientos apoderándose de todo. Ahí era yo la humillada. Había recién entendido que él era el hombre, el guapo, el inteligente, el creo que serio, y yo solamente la mujer. Como todas las mujeres en la historia que sólo han servido al hombre. Era consciente, al fin, de que en verdad él me tenía en sus manos y no yo como creía, aunque no lo advirtiese. Y aún así no le traslucía el más mínimo síntoma de agrado.
Por eso sé que me gusta muchísimo, al grado de quererlo todo el día a mi lado. Pero ese miedo, esa barrera, ese disfraz sobérbico que me lleva a fingir para que así no se entere triunfalmente de que yo, la vanidosa, la narcisista, la piedra, de pronto, está que lo adora en cada segundo de sus circunstancias, todo eso viene desde los trece años cuando me insinuaba desvergonzada, hasta creo que me empaquetaba y yo misma me ofrecía. No quiero que piense que soy una cualquiera. Ése es el miedo, no viene de mi inseguridad, sino del pasado. Que por lo sucedido en una época vaya a ser lo mismo ahora. Pero parece que no se acuerda de aquello. Me trata con respeto, y hasta con reverencia.

* * *

Ya me lo esperaba en tantos paseos, tantas frases de halago, tantos ojos encandilados que terminaría por proponerme algo maravilloso: que sea su enamorada. Todavía no llegaba a tener la certeza de su amor, como me lo hacía saber mil veces; así que en ese momento, verdaderamente, lo sentí en mis pies.
Entre sonrisas, pronto, aprovechó la oportunidad. Se acercó sin insinuaciones, casi imperceptiblemente, que en el momento dado no me percaté que ya su aliento trepidaban mis mejillas. Estaba tan cerca. E inclusive había cerrado los ojos para sentir algo más profundo del momento. Sin embargo no fue suficiente para dominarme, porque lo evadí con un movimiento de desdén, y encendiendo mis ojos traté de controlarme. Estábamos sentados en la banca del parque, en la más alejada de la vie sociale. La tarde no pudo ser mejor, entre brisas de olor a tierra perfumada y el juego de las luces en lo alto, me sentí completa; añoré las salidas del colegio... ¿por dónde han de vagar esas vivencias? Suspiro, miro el cielo y las encuentro... Aquí, en mi corazón, y ahora Israel estará para siempre asociado a esas épocas ajenas, cuando evoque el cielo morado, los vientos futuristas y la suavidad de cada segundo, él aparecerá también como la humanización de todo aquello, eran tardes del crepúsculo mágico.
La seguridad de su voz dábame vitalidad. ¡Qué cosas me habrá dicho! Sólo veía que jugaba con su expresión y ocasionaba en cada movimiento suyo un tenue estremecer en mi espalda. De tanto insistir creo que lloraba de mi frialdad, quería tomarme de la mano y me pedía como a alguien sagrado que le diga que sí, que sí, no te arrepentirás te lo juro, te lo juro mi amor...
El pobre cómo me habrá juzgado, muy feo seguro, qué superficial y qué desinteresada; él estaba matándose de valor por ser sincero y decidido, y yo todo a la broma. Eso creía. Mas cuando me reía en su cara, no era de burla sino de alegría. En la banca me acerqué todo dominadora, le daba golpecitos en la cabeza. Pobre... Pobrecito. Estaba feliz, me llevaba por los aires con sus palabras y sentía que no podía existir un amor más verdadero. Yo seguía riendo. ¡Qué te pasa Israel? No... mejor me voy, y reía más. Ahora estremecida, ahora roja de carcajadas. ¿Por qué te pones serio Israel? Ja ja ja, ya me hago la pichi. Él entonces clamaba: ¿Sí? Dímelo por favor, te lo suplico. Rozaba mis dedos, se acercaba más. Y yo, No, no y no. No puedo, tengo que estudiar. Turbada, me puse de pie; luego, empecé a alejarme de la banca. Lo dejé sentado tapándose los ojos con sus manos, no me atreví a voltear. Anduve más rápido. Era mejor que me vayase pronto, no tenía que pasar nada; ahora corría y la rabia retorcía mi ánimo. No, Israel, ¡el miedo! Todavía por las calles, en mi cuarto, con él, siempre: la desconfianza era una tortura

* * *

Encima del televisor hay un cerdito de felpa muy risueño: algo deben tener sus mejillas abotagadas para que yo piense que está feliz. A mi espalda hay una repisa en la que reposan muñecos tan longevos que algunos hasta son mayores que yo, cofres, perfumes, cremas y tantas baratijas juntas que ya no cabe espacio ni para un aretito. Yo estoy en mi cama; aún el alba no se asoma. Percibo unos hilillos que recorren el ambiente cálido de mi habitación. Sigo esas minucias espectrales, las sigo medio ida, medio sonámbula. Hace unos minutos me puse de pie y anduve errante por toda la casa; hace unos días, hago siempre lo mismo. Hoy no sé cuándo el sueño me recogerá, mientras tanto, sigo con el peso irresistible entre mis ojos, y recorro cada vez más aturdida los humos del aire. Israel, sollozo sin remedio, mi amor. Rasguño las sábanas con grande furor, con grande desesperación y atonamiento.
De un salto pongo un disco, y al escuchar sus suaves melodías un suspiro me acompaña. El suspiro me va cansando. ¿Ya estoy dormida?, dudo. La música se hace extraña, se hace nula, y mis ojos poco a poco borronean la realidad. Mi rostro está frío. Las lágimas empiezan a desaparecer. Me arrastra una sensación pacífica y el ruido estentóreo de mi cerebro al fin cesa. Y en el principio de las sombra sé que Israel se acerca con pasos de boxeador, y de la nada, parece que mi alma duerme al fin.

* * *

Es la primera vez que la fachada de una casa se me hace tan atractiva. Apenas la observé, un retorcimiento en mi pecho me decía que ya estaba en el lugar. Tenía una notoriedad especial, me mostraba imágenes tras imágenes. Presentía que con aquella visión estaba conociendo mucho más a fondo la ignorada vida de Israel. Era la primera vez que cruzaba esa calle, y, la primera vez también, que recorría un lugar por tanto tiempo. El vendedor de periódicos ya empezaba a sospechar de mí, no me perdía un solo instante tras aquellos grotescos lentes ahumados. Miraba el reloj, y el palito grande ya iba por su tercera vuelta, y en mí, era una tercera resignación. Recorría de esquina a esquina. Los perros ahora estaban aburridos, ya no ladraban febrilmente como lo hicieron; diríase que los había amaestrado. De vez en vez recibían una caricia mía.
(Versión extraoficial)
Yoooo, yo te digo que cuando mi Isruael me abra la cuerta, yooo, sabrá entons que soy toooooda para él, estoy borruacha, pero ¡no!, nooo y nooo, no dejaré de amarte nunca. Pensé: Ya se me acabó la bebida.
(¡Isra-Isra-Israeeeelll!)
No sale... ¿No hay nadie?
(¡Israeeelll!)
(¿Tú? Has venido a verme.)
Isruael... Mi vida. Al fin te encuentro, este viento te hace más libre y feliz:
(Sí Israel, soy yo.)
(¿Estás extraña?)
(Yooo, yo te amo.)
Seguí pensando: ¿Qué pasa mi amor? ¿No te alegras? Soy yo, tu chica.
(Estás ebria -dijo respirando con todas sus fuerzas-, no entiendo: ¿qué te pasó?)
(Nada. ¡Te amo! ¿Acaso no te hace feliz? Ven mi amor -y me lancé a sus brazos-, abrázame te lo pido.)
Así... Mi Isruael, sostenme, yo no soporto nada, me cayo... Mi hombre, así, abrázame. Yo si te amo, no vayas a pensar que te dije no porque te adiaba, no, nooo y nooo -pensaba que todo ese argumento llegarían a sus oídos, pero no fue así, sólo me golpeaba el pecho, creo-, yo te amo. Ya guando me sienta más tranquila te diré algo más.
(Estoy mareada, después te diré muchas cosas, te aaamo, ufff.)
(Yo también, ven pasa.)
Tengo sueño, muuuuucho sueeeeee...

* * *

Qué verguenza lo de aquella vez, no sé cómo resulté tan mal. Intenté tan sólo darme ánimos con un vasito, qué bruta, me tomé toda la botella. Pero qué importa: ya somos enamorados. Lo vi feliz a pesar de mi estado; no se amargó. Se lo he contado todo a mis amigas, detalle por detalle y me han felicitado. Aunque algunas como Tania no pudieron contener su envidia, sí, pues, entre sonrisitas y alabos, bien que le dolió.
Todos estos días hemos salido, de la mano. Hemos vivido cada segundo con mucho entusiasmo. Nos hemos besado obviamente, sin embargo no sabéis qué rico besa este pata, me daba la impresión de que yo estaba revuelta dentro de toda su boca.
Ésta es la primera semana que estamos juntos, y la primera visita también...
Su tía es buena. El recibidor de la casa de Israel tiene un aire muy fresco. Miréis cómo viene la tía, es bonita, cómo habra sido de joven. Viene con una alegría inesperada. ¿Sabrá que su sobrino es mi enamorado? Espero que sí. Cómo está, señora. ¿Buscas a Israel?, la tía. Sí. Y miraditas y sonrisitas. Me tomó del hombro la tía: ¿Israel? ¿No te lo dijo? Israel se fue a su casa, a Santiago.
Mi rostro se disolvió, parecía tener la boca abierta que figuraba un signo de interrogación cada vez más grande. Entonces recordé lo del parque, cuando su aliento temblaba en mi rostro, cuando de chiquito se lo veía tan bueno. Recordé nuestras vivencias, lo del omnibus; tanto tiempo había pasado, ¿por qué armó tanta vaina? Ya no recordé nada, no había explicación. Preferí pensar que había sido un sueño, un buen sueño; que él no había regresado nunca y que yo seguía estudiando.

(2001)








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