No recuerdo exactamente el día en que me sorprendí una vez en el espejo como otro tipo muy extraño que miraba como yo, que tenía las mismas pecas que yo y las mismas orejas; pero este ser usurpador de mi imagen era totalmente desconocido. Recuerdo haberme visto como siempre, un pequeño mancebo que andaba con los cabellos por las mejillas haciendo presunciones de matón, si por casualidad taimaba a alguien, éste habría de ser otro sonso como yo o como mis amigos. Ya nada quedaba de aquella figurilla en descuido "adornada" de cicatrices en las rodillas, lo que provocaba el fulbito en pista; del que vestía pantalones cortos y camisetas de diferentes equipos de barriada, con zapatillas ñico-ñico, como decía mi madre, o sea hueco-hueco; del que, en las vacaciones de verano, parecía mulato de tanto divagar mañana y tarde enteras, agobiado por el imperioso sol que se hacía dueño de su piel y la dejaba tostada como muestra del triunfo de la naturaleza en el hombre. Fue mi sobresalto, entonces, al verme en el espejo, cuando vi de pronto a otro más limpio, mejor vestido y sin heridas. Ahora era lo mismo, vestido deportivamente con lo que tenía de necesario, pero el sol como que ya no dominaba tanto. Estaba alto y mi faz ya no era la del niño juguetón que se ensuciaba a cada instante. Era más claro, más accidental, cual si saliera del cascarón de una niñez futbolística y descuidada, y luego resulte dando tumbos en un mundo complejo, ahora viéndome, que era parecido a los jóvenes, que era alto y delgado, con la cabeza más sería que modulaba una expresión madura en el rostro haciéndome parecer más viejo de lo que me empezaba a creer.
Por esos días de cambios intempestivos, yo andaba entre enamorado y candelejón. Las personas del colegio que también advirtieron mi metamorfosis decíanme, entre las mayores, ¡ése, Carlitos, ya está grande!, seguro habrían recordado como siempre solían recordar los días de fin de año cuando organizaban junto a los alumnos de primaria las "chocolatadas navideñas", se habrán revuelto la memoria mirándome ahí, de ocho añitos, de diez, con la boca abierta de asombro viendo los regalos que pasaban de niño en niño y renegaba si el mío no tenía gracia, una calculadora por ejemplo, y decía: "!No me gusta!", mi madre acompañándome, roja de vergüenza, me pellizcaba, no seas mal educado, hijito, agradece. Tal vez su asombro por eso, pues mis pataleos eran inolvidables, era muy engreído en casa y en el colegio, que hubieron de creer que para toda la vida iba a ser el mismo niñito -recontra malcriado- Carlitos. En cambio, en el salón, mis compañeros ya empezaban a amargarme la existencia con tanto diminutivo. "¿Y, Carlitos?", "¿Qué hay, Varita?", "¿Jugamos partido, Carlitos?", y me mostraban una tapa rosca por la falta de balón. Los miraba altivo tratando de empinarme e inflando la caja, me negaba, eso era para niños. Ya frisaba el metro setenta, lo cual decía que era más respeto, mocoso.
Segundo año de secundaria para la mayoría es una etapa inolvidable. Por los menos para mí fueron aquellos tiempos como los años maravillosos de Kevin Arnold y de su familia desquiciada. Eran tiempos de grandes asimilaciones y sofocamientos –lo digo por las chicas. Habíame unido al grupo de los más grandes del salón, junto también, a los del tercer año, que nos enseñaron tanto a fumar como a saludar con besito en la mejilla a las alumnas, y uno que otro retrasado de quinto cerraba nuestro corro que por ser excluídos de su salón no les quedaba de otra que venirse para acá, para la nueva generación, los nuevos rostros y cuerpos de la juventud. Nos recibían con vivas porque ya no pertenecíamos a los primariosos, esos chiquitos pesados que malograban la tranquilidad y madurez secundarias con sólo estar acusando: "Profe... profe... ¡Están fumando!”, aquella paz que debería estar siempre a la moda y, los varones, siempre con gilas.
Desde esa época empecé a preocuparme por verme bien. Ya no iba al colegio con el cuello de la camisa sucio y el pantalón que no lo lavaba durante meses que de tanta suciedad por sí solos se hacían huecos. Pero como mi estirón se dio a mitad de año y el pantalón de dormir que también lo llamaba uniforme estudiantil y de vez en cuando pantalón de arquero en el fulbito, ya estaba en remiendos, pues me tuvieron que comprar nuevo uniforme para el jovencito y se me vea presentable que ya las chicas le hacen ojitos. Y tan cierto era, madre de mis secretos, de todo te dabas cuenta. Porque en esos días antes de mi descubrimiento en el espejo sentía que alguien me acechaba. Cuando iba al mercado las vendedoras me miraban, con las cebollas o el pescado en las manos, como si algo me hubiese de pasar y querían prevenirme, pero no lo hacían, se quedaban mudas. Al irme, mientras me alejaba, volteaba a verlas nuevamente y las encontraba mirándome aún con más interés. Se avergonzaban escondiendo su cabeza en sus pechos bellos y vulgarizantes. Parecía un complot en contra de mí, como si tuviera en la espalda un cartel que dijera: ¡MÍRENME, PERO NO ME HABLEN! Inclusive algo más ofuscado: ¡MÍRENME, CARAJO, PERO NO ME HABLEN! Así de alarmado estaba. Luego jugaba fulbito en la loza y otra vez el acecho, ahora me sentía apuntando como con la pistola. ¿Qué tenía de malo yo que me asustaban? Y te asustaban, Carlitos, porque indudablemente algo había cambiado de un momento a otro. Tú eres travieso, pero de esas cosas no entendías nada todavía.
Por aquellas tiempos las chicas eran para mí como hombrecitos sin pipilín, no tenía vergüenza de ellas ni me ruborizaba y jugábamos como siempre, a las escondidas, a las chapadas, a San Miguel. No había diferencia. En nuestro grupo de barrio, cuando salíamos en las noches a jugar, todos éramos iguales, ¡qué bien!, chiquitos, suciecitos, inocentes. Pero ahora, ¿qué sucedía?, ya la Merceditas no salía a jugar cuando la llamábamos y se alejaba del grupo, cada vez, un poco más. La tristeza nos ganaba el día. Nos reuníamos los que quedábamos a conversar cosas más de grandes viendo que, inevitablemente, nuestro grupo se iba desintegrando; aunque, curiosamente, los que se iban, se volvían a reunir en otro grupo, pero más calmados en sus movimientos, mejor vestidos y las niñas se hacían más bonitas. Cuando nos miraban, no se decidían si pasar de frente o saludarnos. Al final, sólo una sonrisa. Los chiquitines seguíamos en la tierra, jugando carnavales con las caras pintorreadas, jugando a mata gente o a las bolas, que sin darnos cuenta de la evolución que iba sucediendo en nuestros rededor, ya éramos sólo cuatro amigos, tres varones y Roxanita, o la Ñaña, mejor conocida por los párvulos. Después de tomar lonche y lavarnos de tanta pintura y barro salíamos ahora más taciturno y nostálgicos, nuestros camaradas se iban. La Naña nos contaba asustadísima ya se por qué Mili no se junta con nosotros, porque le han crecido pelitos en su cosita y su mamá dice que se está haciendo mujer. ¡Aj!, nos limpiábamos la boca, !pelos! ¿En dónde? !En su cosita! ¡Qué feo! ¿Ñaña, tú tienes pelitos? Roxanita nos miraba como si quisiese vomitar, ¡ay... no! ¡Qué feo! Sin embargo, era patente en el rostro de nuestra amiga el deseo, por qué no, de tenerlos; ella era la única chica que se había quedado; las demás iban entre ellas vestidas con ropa nueva estrenadas en navidad, ¡con jeans, Luisito!, decía Roxana, ya parecen viejas. Nosotros nos mostrábamos escépticos por eso de que se estaban haciendo mujeres, era cierto que percibíamos un ambiente más reservado, pero, pensábamos, por nosotros que día a día nos íbamos comiendo las palabras y todo era un mutis profundis. O sea que la culpa es nuestra y hay que dejarnos de tonterías, muchachos. Intentamos acércarnos e inducirles al juego. Como eran días de carnavales, con globos en mano, fuimos a mojarlas. Así empezamos, los tres chicos que quedábamos y la pobre Roxana que nos ganaba en la carrera y mojaba a nuestros ex amigos que hiperbólicamente nos llevaban el doble de tamaño. ¡Ahí va Tiana! ¡Persíguela! En esas persecuciones nos regodeábamos de alegría, porque nos dimos cuenta de que ellas también extrañaban esos momentos de juegos. Pero de pronto, algo más importante que los recuerdos las ponían tiesas, amoldaba su cuerpo y corrían casi modelando. Ya no eran vivarachas, pero sonreían sí, como si fuesen ángeles. Nos mojábamos y pintábamos. Entre los varones rodeábamos a una de ellas y ¡zaz! que resultaban como negras, sólo faltaba en sus cabezas el pañuelo de bolitas y que se me ponga a bailar, morena, su negroide, acurrucucú. Pero sí que se molestaban diciendo que su mamá les iba a pegar, que el betún no salía ni con ariel, llorando se iban. Mas en fin, era un juego, y gracias a Dios que lo entendían, que el juego de carnaval era en el fondo un juego sexual, sexualidad que brotaba poco a poco en cada uno, todavía reprimida, todavía.
Un suceso inopinado nos hizo mirar hacía atrás y nos encontramos con un paredón, como con un extraño ambiente nublado que te impedía el recuerdo. De pronto, ya no teníamos niñez y el resultado era un mundo completamente desconocido y extraño. Nuestra vida cívica se iniciaba ahí. Aquel domingo fue el último domingo de febrero, carnaval postrero, cuando supe de alguna forma qué era ser hombre y cómo era una mujer, o entendí qué relación vital había entre ambos. Perseguíamos a las niñas con alborozo, sonrisas y carreras. Ellas se encontraban en el patio de Mili. Ahí pasaban horas y horas sin salir, se metían con ropa y todo al lavadero y entre ellas mojábanse. Nosotros: esperando con betún en mano hasta que se dignen a dar la cara. Fernandito gritó llamando a todos, de improviso. ¡Miren! ¡Vengan! Fuimos, nos mostró un agujero en la puerta del patio de Mili.
-¡Miren, barrio, a la Mili!
Uno por uno cuadrábamos el ojo en el hoyo y alcanzábamos ver a las niñas jugando entre ellas, en la piscina de hule, con baldes y globos. Nos mirábamos extrañados. "Sí Fernadito, ahí está la Mili." La veíamos con el rabillo. Ella era, como siempre. Tenía la ropa mojada. ¿Qué pasa? ¡Qué!, inquiríamos con zozobra. Fue entonces cuando la frase de Fernadito nos dejó aturdidos por mucho tiempo:
-¡A la Mili...! -respiraba anhelosamente con los ojos vivaces- ¡A la Mili... le salen tetas!
Se fue corriendo, con el cuerpecito de abogado diabético como el de su padre, con el culo empañado.
Fui el primero que la vio, húmeda y maravillosa, a Mili. Con muchos esfuerzo me estaban haciendo patito de gallo, y vi a Mili en el lavatorio donde su madre le lavaba seguro sus calzoncitos. Llevaba una blusa blanca, mojada. En su pecho los vi, y pronuncié una mala palabra creo, la única que podía decir y que mi padre usualmente interjeccionaba: "Caracho", dije, cuando vi dos protuberancias que serían como el Zahir de Borges, dos bolas pequeñitas como canicas que daban ganas de hacerles prim-prim con el dedo y se dibujaban en la humedad de su polo. Todo se me volvió húmedo, mi pecho, mi ambiente, mis piernas, todo húmedo, humedad y más humedad: ¡tanto gozaba con esa humedad primigenia, señores! Y las teticas de esa chica me habían convulsionado. ¡La Mili ya era señorita!, estaba pensando, cuando dije que me bajaron pronto para ocultar que se me habían parado "el peine" como lo llamábamos entre nosotros a ese animalito vertiginoso que se apoderaría de nosotros por el resto de nuestros días.
Poco a poco nos fuimos reuniendo los ex amigos; sin embargo con las chicas ya no era lo de antes. Ellas se secreteaban y nosotros éramos más mudos. Nos daba vergüenza mirarnos a los ojos, esos rayos parecían desnudar.
Antes de regresar a clases sucedió la ruptura. No fue motivo suficiente pero sí un pretexto para ellas y una oportunidad para nosotros de sentirnos, al fin, libres. Porque para ambos el miedo de estar juntos nos mantenían en conturbación, había algo que en nuestro interior quería salir y las niñas azuzaban más ese querer, pero lo atascábamos, lo cogíamos con las uñas; hasta que terminamos cada uno por su lado. Lo que sucedió fue que Lili estaba con el alma febril de tanto que soñaba con Gilberto, la pobrecita sufría en los momentos que conversábamos en grupo, y sufría en silencio toda la indeferencia de nuestro amigo Alberto (en realidad era Gilberto, sin embargo por el cuello que se manejaba le decíamos el Jirafa Alberto), porque a éste, más que las chicas, le gustaba ir al pímbol y pasaba horas y horas retando a uno y otro que quería quitarle el trono. Entonces, cuando las amigas de Lili viéronla una vez más atribulada que de costumbre que sus llantos parecían aullidos, y más desesperada que una cabra loca, decidieron actuar que no por las puras hemos crecido juntas, amiga. Hablaron con el Jirafa en el mismo pímbol, éste no quería despegarse de la máquina ni un solo instante. Dijéronle muy lindas ellas, con eufemismo, entre otras cosas que se deje de mariconadas y que no sea tonto, que no te das cuenta de que Liliana es muy buena, además ya tienen cuerpo, Gilbertito, uyuyuy picarón. El Jirafa con el cuello tan largo y con la cabeza tan atrofiada de puro pímbol, ya harto de tonterías que no le interesaban en lo más mínimo, es decir, que aún no le picaba, les respondió como cuando su mamá no le daba dinero para sus juegos y se ponía a patalear, dijo: "¡A míii, no me gustan las narizonas!” Todas se quedaron mirándole con firmeza, con los puños de histeria, ofendidas, ¡por favor! Qué se habrá creído el imbécil, encima que le venimos a ayudar para que se comporte como hombre nos viene con niñerías, por eso casi al unísono le reprocharon: "¡Y a nosotras no nos gustan los cuellones!" Lo barrieron con clase, con una delicadeza de gallina bien graneada, y se fueron modelando sus nacientes figuras y dejando al Jirafa, rojo, diciendo: "Ya pe, y a mí qué me importa, pe", situación que nunca lo olvidaría, porque años mas tarde las cosas iban a cambiar de papel hasta el extremo de que el Jirafa rayaba en su dicha cuando lo molestábamos: "Tu hijo nacerá avestruz", y él quedábase mirando el cielo con la sonrisa más enajenada del mundo pensando si tan sólo fuese realidad, Lili de mi alma, si tuvieras un hijo mío. Así terminó toda la relación entre las chicas y el Jirafa, y por consiguiente, con nosotros, ese año.
Primera semana de abril, el colegio os espera. Yo seguía en mis dudas: ¿Por qué me siguen tanto esos fantasma? Al voltear, siempre me quedaba la certeza de que alguien, segundos antes, me señalaba, y esos "alguien" eran mujeres. Empecé a identificarlas y a decirles mujeres. Ellas eran las furtivas, las que me tenían cohibido y asustado. Ellas eran las que me miraban. Después escuchaba silbidos como cuando mi primo Atencio, el de Ancón, silbaba a las chicas; yo era muy niño entonces cuando andábamos en el balneario y le preguntaba confundido abriendo bastante los ojos: ¿Es tu novia? ¿Es tu novia? Mi primo se reía. Todos los recuerdos comenzaron a asociarse, supe entonces que eran piropos. Me empezaban a gustar. Eran meses de caminatas por todas las calles, calles de los silbidos, y ahora sumábanse, los besos volados. Eran una clave entre mujeres y hombres, algo reconfortante que persistía en tu interior y le hacía la vida a uno más placentera: el susto, qué va, desapareció.
Cuando iba entendiendo toda aquel rito sexual que la juventud realizaba, mi comportamiento fue yendo en vilo. Una precipitada respiración y los dientes empujados con muchos furor hiciéronme conocer el rostro de la envidia. Envidia que tenía por otros adolescente de más edad que ya andaban con diferentes chicas que se ufanaban de su cuerpo lujoso con pezones de oro. ¿Cómo lo harían?, preguntábame, ¿y por qué? Aquello me hervía la sangre, me hacía sudar. Hasta vi al Carnero Luis, quien en otros tiempos solía jugar con nosotros, y mírenlo pues con enamorada dizque, orgulloso pasaba el Carnero sacando pecho, haciéndose el machazo pensando que estar con una chica era razón suficiente como para dar una patada en el culo a cualquier que se le antoje, y yo feliz porque mírenme ojos del mundo, ajá, qué se creían, ella es mi chica, ajá, se fregaron... Tanto me molestaba su jactancioso andar que me era inevitable no decirle meee meee. Y ese balido sonrojaba mucho a Luis que, cuando me encontraba solo en las calles de nuestro barrio, me tomaba del pescuezo amenazante. "Con que mee no, chibolo, decíame el Carnero furioso, te voy a mandar tu lapo si sigues con huev...", yo me reía, le replicaba con golpecitos de amistad, tranquilo, Luis, tu jerma está buena, ¿Cuánto tiempo, ah? Buenaza tu jerma, ah.
Porque así es la vida y cada cosa a su tiempo, me iba tranquilo, yo también seré grande, no seré tímido y podré tener a cuanta chica que se me cruce en mi camino, pero eso sí con una sonrisa que se desvaríe en la inocencia y su andar sea como volando. Sin embargo las cosas sucedían de manera improvisada y cada paso inadvertido lo era, que las circunstancias, mis circunstancias, iban como corriendo. Los besos en el aire me hicieron apurar. Mi léxico no era otra cosa que "hembritas", "chicas", "costillas" y tantas sinonimia, tanta monotonía con las mujeres, además, por supuesto, desinterés total con todo aquello que no tenga relación con la sexualidad. Pensé: Carlitos, ¿por qué tanto hablas de mujeres? ¿Acaso no oyes lo que te dicen? Ya estás grande, Carlitos. Caga al Carnero, caga a kiko, caga al mundo entero, ¿no sabes que una hembrita es la solución? Ahí está el mercado con todas las tetas del universo, y hay una que por ahí te guiña el ojo, persíguelas, enamora, ya es el momento. Porque ya no quería estar de mirón sintiendo punzadas de envidia y odiando al Carnero bandido introduciendo su mano, ¡fíjate, Carlitos!, debajo de la falda de su enamorada. En el cuello algo se enduraba, cuando también, en el corazón había un vacío, era porque me estaba arroyando la insignificancia, y pensaba: voy a cagarlos, sí, los voy a cagar. ¡Pues basta ya! ¡Qué clima más molestoso! ¡No quiero hacer la tarea! ¡No quiero salir! ¡No quiero hacer nada! Lloraba por dentro con las lágrimas propensas sin darme cuenta de que la envidia, por Jesuscrito Superstar, la envidia me mataba. Antes bien, toda esa inexorable sensación desaparecía para la próxima, puesto que en la noche anterior había pasado algo extraño y ahora en esta mañana radiante la sábana tenía una humedad rancia y, recuerdo que durmiendo, me sentí feliz.
A la hora de recreo, puntualmente, nos reuníamos en las bancas cerca a la puerta de ingreso. Una jornada gallística no era nada ante una de nuestras conversaciones, ya ni se podía alzar la voz, ni darse de charlatanes porque te cuento que la vez pasada estaba con Siii, ¡ja, ja, ja!, disculpen con Siiii, ¡ja, ja, ja!, Silvia. Ni uno se salvaba, nos frotábamos el gaznate, rojos resultábamos. Desde ese ángulo del colegio lográbamos ver a todas las alumnas, las que ya estaban en quinto, las señoras, las que no necesitaban sacar pecho para mostrar, por más timoratas que fuesen, el potente material pechuístico. Ellas eran las reinas del colegio, hasta los profesores no disimulaban sus gustos y caballero nomás por más burra que seas mamita, te pongo tu veinte con tal de que me sigas cruzando esas piernitas de ángel y yo te saco primer puesto. También veíamos a las parejas que sigilosamente iban al segundo piso y comenzaban su ritual al que pusimos por título: DISIMULA QUE NOS AMAMOS QUE LA GENTE NOS VE. Se pasaban mirándose a los ojos toda la media hora de recreo, se tomaban de las manos, y cuando se daban cuenta de que los veíamos, ¡zaz!, que se daban un beso de esos que son como para creerse, como el Carnero, el rey del mundo y todo lo demás. Pero a ellos los mirábamos con alejamiento, cosas de otro lugar, como si fuese una película, por no decir cosas de grandes. Nosotros nos contentábamos con mirar a las de tercero, las niñas grandes, las estrenaditas. Ellas sí eran asequibles, como que estaban juntos a nosotros en la sala de cine viendo la película que pronto protagonizaríamos. Adorábamos esas faldas, que nunca faltaban en lo que respecta al tamaño, unas tan atrevidas, a pesar de que la directora insistía y tú, niña, la falda debajo de la rodilla, y tú, alumna, ¡qué te has creído, a la dirección! Las chicas calladitas la mandaban a la mierda, ¡qué falda a la rodilla, vieja loca, no fastidie! Poco les faltaba para que vengan con mini. A ellas las deseábamos, a sus pantorrillas largas, sus muslos inocentes, suaves, rechonchos, a sus caderas, sus encantos y miren su carita, una niña todavía, y miren su potito, digo su potazo, uff, recorridas, ah.
Cuando se está entre amigos se va perdiendo la inocencia. Cuán equivocado estaba pensando en que no ser "tonto" era lo más preferible para poder vivir en esta sociedad ineluctable. En ya no creer en la existencia de un tal Papá Noel, en no seguir pensando que toda la gente era buena, o que nunca existieron los duendes, esos enanitos que llevaban a los niños no bautizados a su azotea. Ya ni creía en la Semana Santa. Recuerdo tan cristalinamente cómo un viernesanto perdí la fe, cuando me llevaron casi a rastras a mi primera fiesta a oscuras. Me hicieron bailar. Y hasta unos más incrédulos me hicieron tomar con el pretexto de que Jesús está muerto y salud, causita, que hoy podemos hacer de todo. Y yo: ujujuy, síiii, cómo no. Acepté, madre de mi alma, acepté. Las ideas que te metían en la cabeza, taponándonos de libertad, esos valores tan volanteados íbanse en caída. Que el cigarro da cáncer, que el licor los vuelve brutos, que al que madruga Dios le ayuda y al que no madruga váyase al averno. Que vístete bien, como caballero, que así pareces un abandonado. Que te cortes el cabello para que te veas "decente". Ya no, vivo era el que cojudeaba a otro. Vivo era el que osaba desquiciar las reglas. ¿Qué quedaba de nuestra niñez? Nada. Nada, madre, ni tú que naciste de mis dolores pudiste poner orden en todos ese aluvión de basura, y algunas de tus enseñanzas quedaron debajo de la cama, pero los cumplí por varios años, como cuando me decías que se orina en los baños, hijito, tú no vayas a ser como cualquier borracho mugriento que deja apestando las calles; pero hubo un momento en que me olvidé de eso, porque tú, madre, eras muy feliz diciendo sí a todo y no te imaginaste cuán difícil es decir no, no y no. Porque tu hijo fue débil y en cualquier calle se detenía, se bajaba el cierre y orinaba sin tomar importancia a las señoras que pasaban con sus hijitas y me hundían con la condena del movimiento desdeñoso de su cabeza, y tú no estabas para defenderme, destruían a tu hijo, contaminaban a tu hijo, que lo único que hacía era reír y reír porque tú eres muy pura para estar en esos momentos de inmundicia social, madre. Eso era ser vivo. No seas tonto, si quieres orinar, ¿por qué no lo haces? Hasta las basuritas que yo siempre guardaba en mi bolsillo, ahora como todos, los arrojaba, no había veto entonces. Ya no creía en una realidad saludable, en un mundo de manantial, sino en una multitud de hombres gorrinos que se carcajeaban al agarrarse los testículos frente a una mujer; creía en el olor a cerveza, un podrido dulce, a perfume de prostituta, a noche, a tosquedad, creía en una vida sin más que la esperanza de la rebeldía y el ulular de personas que gimoteaban:
-¡Quiero ser vivo! ¡Quiero ser vivo!
Y por eso eran capaces hasta de vender su vida.
Así también en el patriotismo, la gente era incrédula. ¡Qué iban a creer en un pueblo que fue grande! Su historia, dicen, ha sido pura putrefacción de hombres, puro mamarracho, carcomidos por una "viveza estúpida". Y los profesores irresponsables eran los que horadaban esa herida, una gangrena que ya llegaba al corazón. Yo creyendo en un gran imperio, en un Perú con grandes héroes y libertadores, escritores y presidentes: ¡Qué gran pasado! ¿Pero qué era lo que escuchaba en las aulas?
-No seas inocente, alumno, Alfonso Ugarte fue un pituco cobarde; y Bolognesi, ah, ese fue un irresponsable con los otros.
-¡Qué cándidos son, ah!: Bolívar fue extremadamente ambicioso y quería hacerse dueño de toda Sudamérica. ¿Qué dices? ¿Que sólo quería la unión de los pueblos hermanos? ¡Por favor! Ambiciones de Bolívar, ah, y les digo, para ustedes nomás, ése, era maricón y su marido fue Sucre.
-Y Valdelomar, ¡otra locaza!
-Y todos los presidentes fueron unas mierdas, ladrones que nos dejaron sin un sol; yo les digo, alumnos, mejor que Bill Gates compre el Perú y todos nos hacemos gringos.
Qué se podría esperar de nuestros pensamientos recién entrados a la vida casi adulta. Qué podrían esperar de nosotros sino el hastío de vivir, lo que para soliviantarnos, confundíamos ganas de vivir con viveza. Nos estaban dejando a la orilla de la tempestad. Apátridas. Sin sueños, sin pasado, o lo que es peor, con un pasado repudiable. A todo eso llevaba la pérdida de la inocencia. No se sabía en qué creer: la naturaleza del hombre o la cultura. ¡Maldita sea, Carlitos, todo esto llega al pincho! Teníamos que ser irracionales para que de esa manera veamos claro.
Pues hubo de pasar mucho tiempo, don Piedra, tal vez el tiempo máximo como para volverme niño y darme cuenta de que ser feliz era lo mismo que ser inocente, don.
-¡Ese profe, cacanero!
¿Quién habrá sido? Son muchachos, no saben lo que dicen, iba pensando el profesor Zegarra. Te falta carácter, Zegarrita, te falta mucho carácter, con los hombres caídos y la mirada al piso.
En la banca más furtiva del colegio, junto a la puerta, seguíamos nosotros. ¡Qué bestia! ¡Qué paloma eres, Alex! ¿De dónde sacaste esa palabra, Alex? Me da risa, pero no sé qué quiere decir. Todos se ríen también. Creo ser el único que no sabe el significado, más no la friegues, ríete nomás: ¡ja, ja,ja!
-¡Ese profe, cacanero!
-Carlitos, no hagas tanto chongo.
-Ya pasan, ya pasan.
Cuatro alumnas: chompa azul, blusa blanca, vestido gris. Sonrientes. ¿Acaso no te gustan, Carlitos? Caminantes eternas, pasos al ras del suelo, rodillas suaves.
-¡Ay, mi Karen, mi Karen! –suspiraba Ramírez- ¡Ay, mi Karen!
Tú también suspirabas, Alex, y tú también, Beto. Lo hacían por dentro. Lloraban en sus casas.
El andar de las alumnas se hacía inacabable. Ellas comadreaban bajito, casi en silencio. ¿Qué pensarán las mujeres? Hablarán de otros temas, menos de nosotros.
-¿Cuándo te la vas a mandar, Pepe?
-No sé, me da palta.
Pepe, Pepe... siempre pensando en Susan. Se te nota en la cara de alucinado que sueles poner en nuestras conversaciones de jermas, y ahora últimamente tu rostro está aguileño. No duermes bien, Pepe, no comes bien. Yo sé que cuando hablas con alguien hasta sin querer siempre metes a Susan en la conversación. Pobre, yo sé que quieres que el mundo sepa que estás enamorado, que sientan lo mismo que tú, pero no se puede, a nadie le interesa que le has escrito un poema, se ríen de tu sufrimiento, Pepe. Yo sé que has ido a su casa, y odias a su hermano como me odiabas cuando te hacía unas gambetas y te dejaba en el aire, la pelota era mía, compadre. Así te sientes cuando el hermano te responde mal y te dice que la niña que amas no va a salir, y tú lloras de regreso a casa mientras el hermano se burla de ti diciéndote flaco huevón. Pero Susan se muere por otro y tú no lo sabes. Luego te darás cuenta y te olvidarás, y vendrá otra.
Ese rincón era el lugar adecuado para no morir envenado de amor, pues estaban los amigos, tú podías suspirar, llorar, hasta por último, qué más da, podías urdir algún estratagema para la batalla por la conquista del corazón y no pasaba nada, la muerte se convertía en placer junto a tus amigos, siempre unidos y no nos pasaría nada, sufre hermano, tranquilo, que acá estamos nosotros.
Merci, amis, gracias a ustedes no pude abandonarme en la perdición, perdición que ansiaba con todo el alma, gracias, yo también me había enamorado. Dios hubiese querido que nunca me haya fijado en ella como los demás, porque ella estaba a punto de lanzarse a la pantalla, Carlitos, ella era otro lote. Sin embargo me fui contra Dios y contra todo el mundo, no me importó nada, soberbio me entusiasmaba más porque de niño fui siempre decidido y me habían acostumbrado a tener lo que desease. Fue un gran golpe en tu vida, y eso te ha hecho triste, Carlitos.
Alicia, entre todos ellas quédeme embobado hasta la irracionalidad contigo. Yo te separé de todas cuando te veía pasar por el patio mientras los demás sólo percibían el sabor amargo de la utopía. No te hará caso, date cuenta, ella puso en ridículo a uno de quinto año que se le declaró y ahora lo tiene como su perrito, se burla de él. ¿Qué me motivó a seguirte?
Cuando notamos su desarrollo a punto de tirar para el cine, la seguíamos en todo el recreo sólo para consolarnos viendo el arreglar de sus medias apoyada en la columna del baño. Ahí estábamos todos mirando cómo caminaba al salir de su salón, coqueta y natural. "Cuidado tío que ya nos ven", íbamos tras de muros, personas, carpetas, en fila y casi babeando para ver a Alicia saliendo empinada con la cabellera rojiza que lamían sus pechos con erotismo, ese rojo enloquecedor, mirábamos su silueta apretadita con el vestido, estaba por empezar la función, "no se amontonen". "Cuidado que voltea." "¡Ahí va!", y ella imparable rellena de algodones con la mente aturdida de tanta matemática, su cabeza le daba vueltas; pero aún así, su belleza era inmune a los cambios afectivos, ya íbamos a hacer una protesta que por favor déjense de vainas con Alicia que a ella no le gusta la matemática, a ella sólo le gusta ir al muro del baño y... ahí viene, Carlitos, ya se agacha, ¿viste algo?, no veo nada, cojudo, me estás tapando. Al espectáculo se habían sumado los de cuarto y quinto, Alicia se acercaban al muro dando pequeños brincos casi imperceptibles para no vulgarizar sus movimientos, y yaaa..., Carlitos, pucha que la Alicia se agachaba a enrollar sus medias y por los mil demonios que me corto un huevo, Carlitos, que vi sus muslitos, blanquito, sí, blanquito. Quedábamos extasiados y tanta era la incertidumbre y al conturbación que resultábamos uno encima del otro, el otro en el piso tapando la cara de éste, y Carlitos más pendejo, o sea yo, que para tener un mejor ángulo se trepaba en la montaña de cuerpo que tenía Víctor; pero para pendejo, pendejo y medio, ahí estaba el profesor Rabelo con tremenda bocaza !así de grande!, que vio a un palomilla por los muros del baño que se ganaba con la inclinada de la alumna más adorable del colegio que por chibolos envidiosos, pues no llaman que yo también quería ver, por eso los voto a golpes, ¿vivos son, no?, ¿vivos son, no? Dándonos de palmetazos en el cuello salíamos volando del escondite dejando solo al gordo Víctor todo empapado después de darse una trastada espectacular que mataba de risa al Bocón y gozaba del escándalo él solito hasta que la directora con la panza de rata más cucufata que mi bisabuela venía diciendo "Mucha batahola" y el Bocón se ponía serio, cambiaba su rostro y raspando la garganta obligaba al gordo Víctor a que se levante de inmediato, alumno. "Estos muchachos, señora, traviesos son", entonces la Panza’erata con el vestido fuccia...
Pero Alicia, tan linda ella, volteaba a ver el alboroto y venía a preguntar muy inocente qué pasaba, ¿chicos?, al bajar la mirada se encontró con que Víctor estaba siendo zamarreado por la directora que le decía "confiesa, alumno, confiesa", "¿pero qué señorita, qué?", "que ha estado viendo el baño de mujeres". Incluso todo el colegio se había acercado a los baños, pero no porque sucedía algo grave como lo detonaba el rostro en zozobra de la Panza’erata, sino para divertirse viendo al Gordo chapaleando en orina. Todos preguntándose ¿qué hay directora?, ¿cuál es la alarma? Lo que no sabían era que, minutos antes, la directora había salido de hacer la pichi y estaba con la mirada histérica por la vergüenza de que los alumnos la hayan visto. ¡Qué va! A ella ni el Bocón que era tan sobón como su boca quería verla. Pamplinas. En cambio, Alicia, bellísima siempre, meneando su cabello estaba ahí acariciando al pobre Gordo que menos mal, ah, que no tiró dedo, sólo la contemplaba impersonalmente, como desde un abismo, y decía para sí mismo: Qué acaricias, mamita, si tú eres la culpable de todo esto por estar inclinándote como pollito tomando agua y no te das cuenta de que tanto los ojos como el viento vienen en punta.
Ya en el salón, con los cuellos rojos, comentábamos la suerte del Gordo que ahora venía con el uniforme sucio y su madre de tanto que se afanaba en entregarlo limpio al colegio, ahora regresaba inmundo, como los Arenas. Y lo gracioso que se le veía, parecía que de puro miedo se había orinado.
Las chicas se le acercaban, lo rodeaban, pobrecito, y tan limpio era Víctor todo perfumado que se había ganado el apodo de Osito y Cachetoncito, pero por amargarle la vida nos burlábamos de él, mas la burla iba al vacío, porque Alex nos abrió los ojos diciéndonos "¿qué se ríen, bestias?, ¿no se dan cuenta de que el Gordo resultó con suerte?"
Víctor con suerte, a tu cuerpo deforme, Víctor, iban a posarse las yemas abrasadoras de mi adorada Alicia. ¿Qué hacías para que siendo un mamarracho tengas tanta suerte? En cambio yo sufría con la cara debajo de la tierra, moqueando. Escondíame del placer, mordía las almohadas sin poder decir al menos en el paroxismo de mis ensoñaciones contigo siempre y con la inocencia de los nervios, decirte y gritarte, ¡mierda, Alicia, te amo tanto! Pero no se me escapaba ni la mierda, ni siquiera un pedo seco. Era tan tímido contigo en el colegio, en el pensamiento, contigo siempre, Alicia, como la nube te veía, ahí nomás arribita de mi cabeza, mas siempre escondiéndote esa mirada para que no se encuentre con la tuya, porque quemaban los rayos de Alicia, era ardoroso ver aún más su cabello rojizo, todo ella sublimaba colegio, Panza’erata, hambre, muerte, almohada, viento, mochila y fíjate que hasta la pinga sublimaba para convertirlo todo en esa horrenda-querida palabra: amor.
Pero tan bruta. Y mis amigos me lo advirtieron, ella no era para ti ni para nosotros. Alicia era de otro lote, sino mira cómo el brigadier general y Carrasco que están cortejándola, ellos que con la mirada embarazaban, también van a ser rechazados. Alicia no mira el piso, parece que está volando. Mentira, no era cierto. Alicia convive con nosotros y es como nosotros. ¡Maldita sea, todo el mundo es como nosotros! Ella no me hizo caso, por supuesto y no lo niego, pero por bruta no por imposible.
Se comportaban con socarronería frente a mí. "Parece loquito", decían. De algunos recibía sus coduelos. De Dante, el mejor enano que he conocido, el más feo, mi amigo, recibía el ánimo. Hablaba muy gracioso Dante, pero te dejaba abstraído cuando se entretenía describiendo sus ideas, Chato inteligente, valía mucho. Por eso cuando al verme en el salón sentado en la última carpeta fuera del bullicio, cuando veíame soñar confiado en que todo se puede, cuando quedábase extrañado viéndome de pie, inquieto esperando a alguien, en esos momentos se me acercaba, con sus manitas me explicaba metódicamente, desde abajo, el Chato, cómo debería yo sufrir. Hablaba siempre del mecanismo intelectual que cada uno debería tener, de procesar mi sufrimiento para no irme al desvío, Carlitos, concluía diciendo exaltado con los brazos extendidos y feliz el chato más enano y cabezón que nunca, ¡el sufrir es vida, Carlitos, si eres vivo mecanízalo, tómalo como algo fuera de ti y goza viendo tu sufrir!
Fui feliz sólo los días nacidos. Fueron siempre los principios los que marcan los sinos, las cosas, a los hombres, pequeños momentos indiferentes en donde se produce la concepción, en donde se define todo; como en mi caso, pues sin querer había metido la pata enamorándome de ella. ¿Cómo empezó? Hum. Mejor os preguntáis ¿Cómo se originó la vida? Hum. Tampoco. Lo sabido es que de un día para otro resulté feliz de regreso a casa, cuando vi al panadero pasando con su triciclo y entre silbando y silbando acomodaba una sonrisa en sus labios duros, cuando el cielo dormía en su regocijo y cerraba los ojos sabiendo que Carlitos se había enamorado y los árboles y los perros, y el viento y los cerros, y las gentes y las ideas, y el panadero actuaban para mí, servíanse de mí, brindaban por Carlitos templado, y agradecíanme como las plantas agradecen al sol y los peces al agua, y los hombres a Dios: agradecíanme porque en esos momentos yo les daba la existencia, con mi alegría los verdes eran verdes, el cielo era cielo, y las rosas eran rosas. Para qué más, ¿no?
En mi hogar andaba de un lado a otro sin pensamientos, riéndome de la realidad, todo era cómodo cuando dejaba de ser errante y caía en mi cama, cerraba los ojos, reía, ¿qué te pasa, bandido? Me había templado, Carlitos, ésta es la situación ridícula de las que todos se burlan, así es cuando uno conoce el amor, ja, estoy templado, ¡pos, qué maravilla! Ahora que recuerdo, parecía un reverendo capullo. Como tú, Pepe, buscaba pretextos también para hacerle saber a los otros que estaba hincado hasta el pulmón de puro Alicia, cuando a la hora de cenar no me quitaba la mochila para que me pregunten por ahí, viéndome sonreír al vacío, ¿no te quitas la mochila?, ¿por qué estás extraño?, ¿qué te pasa? Estás medio volado. Ah, ya sé, estás enamorado.
¡Ja! ¡Qué va! Sí, sí, sí: qué feliz me sentía en esos momentos viéndome descubierto como el amante más tonto del mundo y el amante de la muchacha mas flamante del manzanón, pasión de pasiones, y no sé qué otras chorradas más me imaginaba.
Pero cuando acabó ese minúsculo ciclo de alborozo, el mundo se hizo pedazos a mi vista. El colegio me abrumaba. La necesidad imposible hacíanme recorrer mis pensamientos buscando convencer con patentes argumentos a mi yo de que no hay por qué avergonzarse y dile lo que sientes, ¿pero si no le gusto?, ¿si acaso se da cuenta de que soy tímido? ¡Qué importa, las chicas necesitan ver el valor de uno! A ellas les gusta los hombres, y lo único que identifica al hombre, dicen, es su decisión para resolver obstáculos, su valentía para la acción, su mano firme; eso es lo que les gusta: hombres, no niños.
Aturdido, sin saber qué hacer, mi esperanza estaba en mis compañeros que viendo mi impotencia me dijeron mándale una carta. Porque si tú le hablas te pondrías colorado y lo único que te saldría sería un gallo triste resultado del nudo en la garganta, esa piedra que se incrustaría en tu gañote, ¿o era tu alma? La carta era el subterfugio, Carlitos, y si no puedes escribir, nosotros te lo hacemos pero ya déjate de cojudeces: ¡haz algo!
¡Ya pues, haré algo! Dos años enteros pasaron y tú nunca supiste que fui siempre yo el que se metía a tu aula con artimañas de ladrón debajo de las carpetas y colocaba la hoja de cuaderno rebosante de palabras de amor adolescente en tus cosas, e inclusive me quedaba un ratito más para oler tu cinta de cabello rojo, tus libros, todo se volvía volátil, Alicia, tú estabas en todos partes. Aquello se convirtió en el enigma de la carta. ¿Quién de todo el colegio era? Y yo me preguntaba, ¿por qué tanto les interesa saber quién manda la carta? ¡A ustedes qué les importa!
No querían reconocer que estaban celosos, que Alicia, la novia del colegio, los embobó a todos. Andaban enamorados también de la pelirroja, ya que fueron tantos detectives-alumnos como verdugos-alumnos que se ofrecieron para dar su apoyo y castigar de una vez al autor de tal sacrilegio, para que así no sucumban a la derrota evidente en manos de un rival sin cara que era como un puñal traicionero.
Todos cedieron a las inefables cartas. Era imposible adivinar quién era, porque unas veces parecía la carta a un retazo de aquellos poemas nerudianos, uno de esos escritos vitales con el corazón y las vísceras en las manos, pero otras veces daba la impresión de que el autor era un niño de primaria, y a pesar de que el seudónimo era siempre el mismo en las diferentes epístolas que se mandaron, concluyeron todos que no había un solo autor, sino varios, lo cual era lógico.
Tal poeta denominado Nedura no era otro más que Dante, no escatimó voluntad para ayudarme a ser feliz. Se pasó desvelándose muchas noches de sopor tratando de escribir con mis pensamientos muy presentes algo que rompiera como una copa de vino el compacto corazón de Alicia. Lo hizo a la perfección, ya que al leerlo sentí que yo estaba hablando en aquellas depuradas letras, el Chato en su silencio me había estado psicoanalizando. Sabía por qué yo caminaba solo por las calles sedáticas durante horas, sabía que no dormía bien y que estaba bajando de peso, que andaba tramando secuestrar a Alicia, pero lo entendía, sabía él que esas cosas eran normales en los pensamientos impotentes de los adolescentes enamorados, ¡diablos, Chato, eras lo máximo!
El niño de primaria, al que aludían los detectives, era yo. Aquella primera carta que te mandé fue una fuente de burla para todos y ya no temían tanto puesto que quedaba comprobando que "el puñal traicionero" no era otro más que un imbécil. ¿Qué tonto lo habrá escrito?, se preguntaban. Pero tú te preguntabas qué príncipe candoroso me lo habría mandado. ¿Qué hubiste de responder en esa carta, Alicia? ¿Qué marcaste?
Alicia, soy un hombre que no conoces pero sí has visto.
Quiero preguntarte una cosa, y tú marcas lo respuesta
y lo dejas en el macetero junto a la dirección:
¿Me amas? Si o No
Nunca me pregunté cómo sabrías tú quién era al que debías de amar. Mientras en tu salón todos reían cuando el profesor te quitó la carta y lo leyó en voz alta. ¿Qué pensaste, Alicia? ¿Te mofabas también? Después se quedaron idiotizados con la segunda carta que escribió Dante, y pudieron experimentar cómo se le arrebata a alguien el amor sólo con un simple papel, papel que te hizo llorar y te hizo sentir mala. En esos momentos era capaz de lanzarme al abismo con tal de saber qué era lo que pensabas leyendo las cartas. Si tan sólo hubieses pensado: "Qué hermosura de hombre", ya me hubiese felizmente muerto.
Algo extraño vislumbraron en Alicia que preocupó a muchos. A partir de esa carta, cualquiera estaba para quedarse sin piso, porque el amor de Alicia parecía, bueno no sé, que tenía dueño. A varios se los veía sin esperanza, y ya pensaban en cómo enamorar a las feítas de segundo, pues peor es nada. En los días que ocurrieron luego hubo una alerta en todos, miraban de reojo, querían pescar a uno con triquiñuelas de hombre deshonrado que necesitaba vengarse yendo directo al grano: "Ya sabemos que tú has sido". Así no fueron pocos los inocentes que pasaron la vergüenza de su vida frente a Alicia. "Tú has sido, ya te descubrimos." "¿Yo?, yo no he sido." "Si, tú has sido." "¡Llamen a Alicia!" Al interpelado lo agarraban a empellones, "¡Alicia, él es el cartero!", casi lloraban viendo a la pelirroja, altiva, coqueta. Se quedaba pensando, ¿él es?, ¿es o no es? Al final no decía nada porque tenía la seguridad de que el hombre maravilloso que le escribía no necesitaba hablar de nada, sólo en sus ojos identificaría la divina relación que existía entre aquellas palabras inmunes al cuerpo y su fulgurante mirar. ¿Quién será? Alicia se iba triste.
Con mi amigo Dante sonreíamos cubriendo el secreto. Fue el único que supo más que yo cuánto deseaba a Alicia. Nunca dijo nada, y hasta me salvó de recibir los dardos frustrados de los detectives verdugos, pues lo hizo tan bien que hasta yo me la creí cuando dijo: ¿Carlitos? Ése no sabe ni leer y va a poder escribir. Ninguno lo tomó por incierto. Riéronse de mí y me descartaron, cuando yo me preguntaba con la boca abierta: ¿Si yo no he sido, entonces quién?
No seas huevón, Carlitos. Claro, siempre fui yo; el de la primera carta, el de la segunda, el de la tercera, el de la carta invisible en cuyas hoja sólo decía "te amo" y nunca supiste que llevándola a calentar te habrías enterado de que era Carlos Díaz el que te escribía, quien te decía toda la verdad, además de cómo fue que llegaste a enamorarlo. Era yo, Alicia, el de siempre. El que te molestaba por teléfono; al que mandaste por un tubo, por el mismo tubo del fono me mandaste con tu desprecio diciéndome que yo no hablo con cobardes que no quieren decir siquiera su nombre. ¡Au, Alicia, me apuñalaste! Casi al instante aparecí por tu casa, habías herido mi corazón: me llamaste cobarde. Estuve a punto de tocar tu puerta, ¡oh, qué gallardía!, pero pronto me di cuenta de que en verdad era un cobarde, tímido y maricón; me quedé como un árbol centenario enfrente de tu casa. No pude hacerlo, no me atreví a tocar el palacio que para mí siempre fue El Olimpo. Me deshacía en cada segundo con tembladeras y autocríticas. ¡Yo cobarde! ¡Yo cobarde! Sudaba, Alicia, en la esquina de tu hogar, sin poder moverme.
Mi amigo Dante insistía: "Dile de una vez por todas quién eres, que si no lo haces vendrá otro y te la quitará, claro, si es que la has enamorado con las cartas". Dirás Dante, que tú la enamoraste con tus letras inspiradas en otra llamada Silvia, chicas hermosa en verdad, Dante. Era cierto todo eso que dijiste a los detectives, eso que yo no sabía leer. No podía leer mi espíritu como tú, por eso fui ignorante para amar. Pero gracias a él, a su pluma de amor febril, estaba que entraba poco a poco en el corazón de Alicia.
Por lo tanto no tenía que perder la oportunidad. Se oían rumores de que Alicia había cedido a los deseos del cartero. Habían dicho que estaba enamorándose de él. Por esos días insomniosos, regresaba pálido a casa después de rondar El Olimpo a partir de la medianoche, me veían tanto por ahí la gente que apodábanme "el guachimán". Vigilaba el cuarto de Alicia hasta con vinoculares, quedando siempre extático por la percepción de una perentoria sombra grácil que parecía jugar con el aire infame que se paseaba por tu cuerpo, el que entraba por tu nariz para recorrer tu humanidad imposible y salía rozando por tus labios, los mismos dulces labios con que me llamaste cobarde, y yo solo en la negrura de la hora cero miraba la luz de tu ventana y tú en el reflejo, como lobo mirando la luna y aullaba, parecía aullar con mis gemidos, pero no me atreví a llamarte, auuuu, ¿si me rechazabas?, ¿si al final de todo tú te reías del cartero? Auuuu. ¿Si cuando llegue el momento en que me tengas que ver, luego luego ya no te guste, porque no era el chico que siempre imaginaste? ¡What! ¿What, mon amour, auuuu!
Desgraciadamente mis temores no fueron insustanciales. Tu conducta apasionada no tenía ninguna relación con mi cara, yo no era aquél que paseaba embellecido por tus pensamientos, sino Bruno; te hiciste la idea de que él era el de las cartas y te enamoraste sin base. Por eso fuiste bruta, no pudiste entender nada a partir de entonces, él no era, nunca lo fue.
Bruno no fue tonto y no desperdició la oportunidad cuando vio que, de un día para otro, la Pelirroja le sonreía mucho, ajá, dijo, pues no era lerdo, como camelador que tenía por pasatiempo, y dejó cojudos a todos por su denuedo cuando mandó a los detectives, con la frescura de hombre cachero, a que se vayan a dar agua a los cuyes y no les meto una patada nomás porque Alicia está mirando, porque la cosa es que debo aparentar respeto, metiches frustrados, pues así hizo lo que tenía que hacer plantándose en pleno desorden del recreo sacando pecho y aceptó ser el autor de todas las cartas inverosímiles y estúpidas que cayeron en tus suaves manos, niña bonita, así le dijo, Alicia en el país de las maravillas, y gritó con tal desparpajo y devoción que amaba desde siempre a Alicia tanto que parecía verdad, ya que tus alaridos amorosos sólo eran, Bruno, falacias imperdonables a mis oídos. Ella ya no lo puso en duda y tan pronto cuando terminó de adorarla con aquellos gritos grotescos, se fue encima de él, como ángel cayó en los brazos de Bruno y se besaron. Se besaron pensando que la vida era bella, y que si unos se aman, los otros también, y no se imaginaron que detrás de todos los mirones impávidos, detrás del corro que formaban profesores y alumnos que veían deleitados toda esa farsa ridícula, toda esa afectación frívola, al fondo de todo, detrás de todo el mundo y debajo de la tierra como Atlas soportando el dolor emanado de ese inexorable globo, estaba yo, Carlitos, que ya no fue travieso por el resto de su vida, ya no fue el mismo chico molestoso pero divertido que regalaba alegrías al salón como también impacientaba a los profesores, sino que fue mustio y apático, un pobre individuo sin importancia colectiva y con náuseas tratando de entender a Sartre, un individuo que conviviría con el trago y la paja todo porque no pudo con la maldita manía de temblar frente a las mujeres que le atraían, aquel que sucumbiría a los llantos mientras la chica trasmutada de sus sueños rebosaba de dicha en los brazos de un oportunista, desde entonces supe cómo era perder la inocencia del amor. Ni siquiera te retractaste de tu intrépida y apresurada actitud de beata cachonda cuando mandé otra misiva diciendo que hay un pobre imbécil que se está haciendo pasar por mí, no te dejes timar, Alicia. No lo quisiste creer y muy bien que lo pagaste, porque ese pobre imbécil al quien yo aludía jugaba con toda chica que aceptaba sus requerimientos, aprovechándose de su pinta y porque ya había perdido también la inocencia del amor cuando otra superficial y estúpida como tú cogió sus corazón tierno, infante y lo amoldó en forma de pelota y luego se puso a darle de pataditas para que al final, inauténtica mujer, darle un patadón que lo mandó a la tierra de los sin corazón. Bruno también había sufrido igual que yo.
No quiso creer Alicia en otra cosa que no sea Bruno el autor de las cartas. Se apegó a él, se enamoró como burra por mucho tiempo; perdió tan pronto se lo propusieron la telita prejuiciosa del tesoro escondido y pensaste que todo era de maravilla ya que te llamabas Alicia, pero tuvo que pasar un tiempo idóneo como para que te des cuenta de que él nunca soñó contigo y no hizo nunca nada por ti, y como para que yo ya haya cedido al mundo de la razón y el trabajo y no a ese país de mierda al que me tuviste atado, Alicia en el país de las maravillas, y por qué no Alicia en la idiotez, y de una vez ven a chupar conmigo que se sufre mejor de a dos.
Al pasar el tiempo, los años del colegio van olvidándose, vienen nuevas alegrías a dopar la tristeza inenarrable de un pasado casi olvidado, pero latente. Las noticias de Alicia que me regalaban mis amigos como si me dieran un premio, eran que poco a poco, ella trataba de reponerse de la marca vitalicia de Bruno, que también la había hecho perder la inocencia no sólo del amor sino de otros aspectos que me daban arcadas reconocer. Cuentan que en un reencuentro del colegio organizado por aquellos que querían ostentar sus títulos después de años sin verse, en medio de una borrachera derretida, tanto profesores vivos como alumnos triunfadores, por ahí Dante, se pusieron de acuerdo de que el perfecto novio para ti, Alicia, era yo, y te lo hicieron saber para animarte que no había motivos para sufrir por el inútil de Bruno, y dicen que una luz de esperanza se vio en tu mirar de reina pasada de moda. Habías engordado de puro ansiosa y los treinta cumpleaños que llevas encima parecen cincuenta. Y ahora que me ves con auto me pides que te de una jalada y yo acepto y me tomas de la mano confiada, pensando: ¿Aún me amará? Yo me restrego las manos, pensando: ¿Qué cosas, no? Cuando siento triunfalmente que la maldita neurosis de éste, mi psiquismo decadente, al fin me dejará en paz.
(2002)
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