A vosotros no les aconsejo el trabajo sino la lucha.
A vosotros no les aconsejo la paz, sino la victoria. ¡Vuestro trabajo debe ser
lucha y vuestra paz, victoria! Solamente armado con arco y flecha es como puede
callar y estar quieto; de lo contrario se parlotea y se protesta. ¡Vuestra paz
debe ser victoria! ¿Qué la buena causa santifica hasta la guerra? Yo les digo
que la guerra santifica todas las causas. La guerra y la valentía han hecho
cosas más grandes que el amor al prójimo. No vuestra compasión, sino vuestra
valentía han salvado ahora hasta ahora los accidentados. Preguntáis “¿Qué es
bueno?”. Ser valientes es ser buenos. Dejad que las niñas digan: “Es bueno lo
que es bonito y enternece”. (NIETZSCHE)

martes, 18 de diciembre de 2007

Perjuicio (cuento)

Desde muy lejos se le vislumbra, a pesar de la multitud, él está ahí, de amarillo y el pantalón anaranjado. Él sabe que lo miran; sin embargo eso no lo cohíbe, serpentea su cuerpo, a veces salta y, cuando saluda, todo el mundo se entera de que tiene amigos. Algunas lo desean, otras se burlan. ¿Pero te importa acaso, Perjuicio?
-Yo sólo río.
Claro, él sólo ríe. Y es cierto. Cuando cruza la pista, con esa manera suya de andar, ríe al ver en las ventanas de los micros rostros de muchachas curiosas que no les importa estar aplastadas o sofocadas por las personas. Qué interesante, piensan. Ríe cuando va a la tienda y se las juega de bromas con las abaceras; lo quieren mucho, el chico es vida. Ríe Perjuicio cuando pasa saltarín de la mano de su enamorada. Bueno, Perjuicio, quiero escucharte, ¿a qué llamas tú, enamorada?
-Yo sólo río, compá.
Tienes un grupo de amigos, y junto a ellos también ríes. Son tus rabos, a todos lados van contigo, pues tú sí que presentas chicas. Andas con seis, siete, ocho, parecen tu pandilla: los perjuicio. Lo sabes, por eso eres feliz. Aunque cuando esa felicidad te hace sentir que todo es muy bonito como para que fuese real, entonces tus labios niegan la sonrisa, y siempre acompañado, recuerdas al Chiclayano, el que te sacó de la indiferencia, tu maestro. Cuánto tiempo anduvieron juntos; el te enseñó a bailar, a gorrear, a hacer bromas, Perjuicio. El Chiclayano ahora está solo, ¿acaso no vale la pena recordarlo?
-Yo sólo río, compá.
El peinado de Perjuicio es único. Peluca de transformista, gallito de las rocas, un remolino que vuelve locos a los piojos, qué sé yo. Parece que en su tacutacu de apariencia tiene todos los colores del mundo dispersos, en su cabeza y su ropa. Perjuicio, por eso muchas te quieren conocer.
Vas a la discoteca. Te sabemos el rey de la discoteca. Los de la puerta te conocen muy bien porque eres de la casa y siempre te abren el paso, lo que es aprovechado por tus amigos que se zampan contigo. ¿Y, Perjuicio, con cuántos hoy? Cinco nomás, pero entran diez. Eres palabreador, tu madre lo sabe muy bien cuando estás frente al espejo y Perjuicio una hora, dos horas, ¿qué hace tanto? Camina la señora con las greñas sudorosas, camina por la arena y encuentra a su hijo sacando plata, éste, bandido, pone rostros de esos que yo no fui, tres palabritas y tu madre te cree. Para el trago lo sabes, por si tus amigos vengan misios.
Los que no te conocen, bah, sólo un puñado, se burlan de Perjuicio. En el antro lo ven hacer sus pasitos sensuales según dicen, para aquí para allá, una vueltita con los brazos extendidos, en el centro se desenvuelve Perjuicio; las chicas se acercan. Qué bonito baila. Te miran asombradas y esa boca abierta no dice otra cosa más que desean conocerte. Preséntamelo, please. Perjuicio desde lejos las mira, las saluda con las manos todo un galán de cine, de lejitos, cazador de cazadores, las traes muertas. Así, todos los días te ven rodeado de costillas. Perjuicio, presenta, cómo no, causa, ¿a quién? Siempre aceptas sonriente. Por eso te quieren, y por eso te odian también aquellos que no soportan ser menos que tú y se mofan de cualquier cosa que hagas. Mucho te mueves, dicen. Muy ridículo eres, dicen. Muy piraña eres, dicen. Muy a todo, y tú...
-Yo sólo río, compá.
Tú lo sabes Perjui, lo sabes muy bien. No crean que ignora las cosas que suceden a su alrededor, vista gorda receta infalible para él. Sabe que nunca deberá creer en nadie porque todo el mundo es malvado, hasta él mismo que antes fue puro, ahora está pensando en emborrachar a su prima; sólo se hace el tonto. Tonto con las infidelidades, tonto con las burlas, tonto con las traiciones. Tonto también es con todos aquellos que se burlan en su cara. Tú tranquilo siempre, estás seguro con tu fama; sabes que aquellos vilipendiosos pronto estarán como tus dizque amigos pegajosos que alguna vez empezaron así, burlándose. Una frase te viene a la mente: Si no puedes vencer a alguien, entonces únete a él. "Santas palabras", piensas. Sus camaradas de farra ahora son dichosos, ya lo han comprobado: es como vivir en el Paraíso con tantas mujeres. Con Perjuicio sí que se gana, gracias a él me tiré a la Sole, gracias a él yo también chupo gratis; él es mi hermano, mi héroe, Perjuicio. Danzarín empedernido, intrépido picaflor, en todas estás; pero mariconcito por ahí. ¿Cómo? Ay, ¡Perjuicia!
A quién le importa lo que yo haga,
a quién le importa lo que yo diga,
yo soy así...
¡Loca es la Perjuicia! Se pone en punta de pie, muestra su cintura, te amarras la camisa, te sueltas el cabello...
Y así seguiré
nunca cambiaré...
Su grito de guerra: ¡Soy una mujer caliente! En medio de un laberinto todos ríen, algunas cándidas se la creen, y preguntan: "¿El chico es...? ¿El chico es...?" (La discoteca es una batidora, las luces pierden el control, la música ruge, la gente estalla). Son babiecas, eso es lo que son, cómo se les ocurre. ¿Será porque todavía no prueban su miel? Pues entonces ya es hora creo ¿no? Perjuicio parece haberlo advertido y piensa que para bromas ya es bastante. Ahora infla su tórax, saca altura de donde no hay y les sonríe como diciendo ¿cómo les parezco ahora, acaso no les gusto? Se soba los testículos para realzar su virilidad; además de lanzar mierdas a diestra y siniestra, huevonea a sus amigos siempre con cariño, eso sí, por eso nadie le reclama. Se hace el hombre para que murmuren más. Eres bajo pero pasas, dicen. Dicen también que tu dialecto chiclayano es lindo. Tu cabello originalísimo, tu nariz graciosa parece de payaso, otros dicen, un rocoto. Cachetón, buenos labios dicen. Presenta a todo el mundo; algunas veces la hace de cupido. Él es Chino, ella Gina; él es Noé, ella Milagros; él es mi hermano Repudio, ella es mi jerma, ajá. Te vemos abrazar chicas, siempre estás con alguien, y todavía nos preguntamos cómo puedes tener tanta suerte. Eres feo, Perjuicio, y eres pobre, eres piraña y eres bruto, Perjuicio; sin embargo cachas todos los días. Opinan que por el baile, seduce, calienta, excitas. Otras opinan, por su floro.
Los domingos, infaltable. La matinée empieza y Perjuicio ya está ahí, en la pista de baile al centro de una ronda gigantesca. Todo el mundo sabe que es farándula, y por cosa curiosa, dicen que es guapo. Yo creo que la oscuridad te ayuda un poco, Perjuicio, yo lo conozco: además es cochinín.El tono empieza a poblarse en progresión geométrica, la juventud emocionada se da cita ahí. Los aprendices de Perjuicio miran ávidamente a los alrededores para ver si hay alguien conocido y saludarlo, así dirán: ah, tiene su fama. Todos se miran, las chicas nuevas coquetean por un lado y por otro para que se les acerquen, se ponen a bailar solas, cuando la música se corona como la infaltable. Suena la salsa Túúú vooolveeeráaas tarará, golpea el reguetón pum tun tun pum Esta es la historia de un gato que no se sabe nada... Trun Trun, el preludio electrónico y la música ruge en la libertad del pensamiento; los adolescentes alucinan; los tímidos se aburren con el culo empotrado en la silla, y si no tienen trago, se aburren más; los gileritos desesperados buscan a la víctima de la tarde con ojos de halcón; los vasos corren de una mano a otra, el cigarro ahoga, el humo inspira, las tetas animalizan y Perjuicio chapa.
Su espectáculo ya se dio por concluido. Ya había visto de reojo a la más bonita. Ya había empezado a bailar para ella. La gachí se da cuenta, no le para bola aunque piensa: tiene muchos amigos. Toman cerveza, bailan; Perjuicio es saludado por todos, habla, bromea, se mariconiza, se afana con la samba mismo brasileño; la chica, cigarro en mano, piensa: puede ser.Durante una hora se la pasa mirando al muchacho. Bajo, morenito pálido, nariz de rocoto, que no deja de moverse, aunque sigue pensando: puede ser. Ni siquiera se pregunta por qué puede ser, sólo lo analiza. A veces sonríe de las bromas corpóreas de nuestro héroe, y cuando se siente descubierta no sabe cómo reaccionar, luego se pone seria con el mentón arriba y su naricita en punta.
Cabello castaño, lacio, rostro blanco: pura, exacta. Perjuicio ya dijo: todas, menos ella. Sus amigos de todos los tonos lo saben muy bien, no hay que chocar con él, porque Perjuicio sólo se hace el tonto.Ya está pasando mucho tiempo y el condenado no hace nada, ahora tendré que mirarlo yo y voltearme al propósito para que se quede idiota con mi cuerpo, uff Lorena, qué pasó con tu técnica; mejor hubieses aceptado bailar con el flaco guapo que te invitó y ya no tendrías que comportarte como aguantada frente a este hombrecito que no sé qué tiene pero me derrite. Perjuicio ya no la mira, a ratos sale del grupo y vuelve como si no se acordase de ella. Lorena ya no piensa, se decide: tiene que ser. En tanto ruega que la saque a bailar. Ya se viene la noche, aunque eso no importa, la cosa es que pasa el tiempo. La música ruge: Perjuicio habla, ríe, baila, se desmariconiza.
Lorena había formulado tres planes (PLAN 1: se paraba y se hacía la difícil, nada de miraditas; pero eso no siempre le funcionaba, como ahora con Perjuicio, para esos casos estaba el PLAN 2: mirar y sonreírle con coquetería, mostrarle el trasero; ¿y tampoco? ¡Ja caray! PLAN 3: acercarse y ella misma decirle: ya pues hijito, hazme el favor; luego pensó que hacer eso era caer muy bajo, tenía que haber otra salida, para tal caso se creó el PLAN DE EMERGENCIA: no quedaba de otra que meterse con Repudio, su hermano, para darle su merecido). Estuvo a punto de ejecutar el PLAN DE EMERGENCIA cuando Perjuicio da un paso. "Bueno, piensa éste, ya es hora de actuar". Lorena lo ve acercarse y ni se acordó que tenía pensado decirle disculpa, no bailo, para la próxima ¿ya?, pero ni tonta. Agradeció al Cielo que ya no tendría que besar al cabezón de Repudio, y por poco no se lanza cuando Perjuicio de lejitos no más, como grande, la invita a bailar.
Ese Perjuicio cómo se contornea, se le acerca, levanta los brazos, ciñe su cintura. Lorena también baila muy bien, con donosía. Todos para abajo, Perjuicio la toma del talle, se acomoda y abajo. Todos para arriba, hace lo mismo, pero ahora hay algo más. Sin hablar la estás besando, Perjuicio, y ella no te dice nada; todos te miran y pareces azuzar las envidias. La prójima que tienes en tus brazos sólo sonríe como si te dijera que la sigas besando que no le importa nada.
No hay nada más difícil que vivir sin ti
sufriendo en la espera de verte llegar
el frío de mi cuerpo pregunta por ti
y no sé dónde estás
si no te hubieras ido sería tan feliz.
El ambiente es suave escuchando aquella balada. Los corazoncitos rebeldes sienten que el mundo no es tan cruel. Sienten que besar y besar es la consigna para encontrar la felicidad, sin mencionar por supuesto al amor, sin prometerse, sin darse de astutos ni tontería y media, sin nada: ser libre enlazando los labios. En la discoteca, las parejas se abrazan, el viento del aire acondicionado revolotean los cabellos y las luces multicolores pintan el paraíso juvenil.
Los que nos quedamos sin pareja, con poses de fumadores aprendices, vemos cómo baila Perjuicio. La sujeta bien fuerte, recorre sus labios carnosos por sus hombros descubiertos, hasta su cuello; se frotan. Lorena está colorada, no se sabe si por el calor o la vergüenza, regalona dirán de ella. Pero parece no importarle, pues lo abraza más, hasta se deja coger por la espalda y cierra los ojos cuando Perjuicio intenta sodomizarla con ropa y todo. "Disimula, chico, que la gente está que se gana". Y luego abracitos sin una pizca de salacidad. Sólo amor et amour and love (sin mencionarlo, claro).
La ronda se embelesa... Todos piensan que alguna vez serán grandes.
Me muero por conocerte
saber qué es lo que piensas...
Musitan, canturrean. Idos.
Un adolescente discotequero contempla a Perjuicio con rostro de expresiones adversas. Recuerda los días en que fueron inseparables, recuerda que hasta se ocultaban bajo la fronda de los cañaverales a orillas del río y evacuaban juntos conversando de paso sobre sus gilas. Siente que lo estima, aunque no sabe por qué se burla de él. Yo conozco tu casa, Perjuicio, es de esteras con el piso de arena que expelía un olor a tierra orinada, a zurullo de perro. Me hiciste pasar muy contento porque fui tu primer amigo. Al sentarme en un ladrillo las gallinas picoteaban mis zapatos y el gato dormía en mi falda. Además había un loro viejo que no dejaba de repetir: hasta las huevas, hasta las huevas. A ti no te importa, tú sigues besando a Lorena, Perjuicio. ¿Acaso no recuerdas que esa noche vino tu padrastro con los ojos alcohólicos y el tremendo palo que te zurró estropeándote la calamorra y te quedaste surumbático el resto de mi visita? Yo lo vi todo, Perjuicio, yo sé que tu vida no es como la pintan. Te ríes claro, ¿no te das cuenta de que yo sé que eres un provinciano más? Eres de Chiclayo. Vives en invasión y apenas sabes leer. Pero tu sigues besando, riendo, punteando. Yo sé que no tienes servicio de agua potable ni desagüe, porque tu baño es un hueco en el piso por donde se ve que el río pasa y se ve también que las cacas caen como ratas al agua. Dicen que trabajas, claro, robando con tus amigos pillos de la avenida Grau. ¡Ya no la beses, Perjuicio, ya no! También sé que todo esto lo pienso porque estoy envidiándote. No sé cómo desperjuiciarte Perjui, tú sí naciste idóneo para la sociedad, te acomodas y fíjate que nadie te dice cholo; tú besando a Lorena, la despampanante pelo lacio, nariz punta y tetona. Te creen el hombre más dichoso, pero sufres ¿o, no? Sí, sufres mucho, yo lo sé. Lo único que tienes en la vida es a tu madre. Sé que todavía te duelen las patadas que te daban tus compañeros de primaria y los puñetazos infinitos de tu padrastro, a quien llamabas tío. Ya sé que soy un frustrado diciéndote esto, que no sé hacer otra cosa más que herirte por situaciones que tú no tienes la culpa. Pero tú sigues creyéndote el rey del mundo, el ídolo de tanta muchachada, y yo te sigo fustigando que no, que no, que sufres y que sufres; pero pareces devolverme el pensamiento, en brazos de tu jerma, y miras como diciendo:
-Yo sólo río, compá, yo sólo río.
(2003)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Entre juegos y desiluciones (novela corta)










No recuerdo exactamente el día en que me sorprendí una vez en el espejo como otro tipo muy extraño que miraba como yo, que tenía las mismas pecas que yo y las mismas orejas; pero este ser usurpador de mi imagen era totalmente desconocido. Recuerdo haberme visto como siempre, un pequeño mancebo que andaba con los cabellos por las mejillas haciendo presunciones de matón, si por casualidad taimaba a alguien, éste habría de ser otro sonso como yo o como mis amigos. Ya nada quedaba de aquella figurilla en descuido "adornada" de cicatrices en las rodillas, lo que provocaba el fulbito en pista; del que vestía pantalones cortos y camisetas de diferentes equipos de barriada, con zapatillas ñico-ñico, como decía mi madre, o sea hueco-hueco; del que, en las vacaciones de verano, parecía mulato de tanto divagar mañana y tarde enteras, agobiado por el imperioso sol que se hacía dueño de su piel y la dejaba tostada como muestra del triunfo de la naturaleza en el hombre. Fue mi sobresalto, entonces, al verme en el espejo, cuando vi de pronto a otro más limpio, mejor vestido y sin heridas. Ahora era lo mismo, vestido deportivamente con lo que tenía de necesario, pero el sol como que ya no dominaba tanto. Estaba alto y mi faz ya no era la del niño juguetón que se ensuciaba a cada instante. Era más claro, más accidental, cual si saliera del cascarón de una niñez futbolística y descuidada, y luego resulte dando tumbos en un mundo complejo, ahora viéndome, que era parecido a los jóvenes, que era alto y delgado, con la cabeza más sería que modulaba una expresión madura en el rostro haciéndome parecer más viejo de lo que me empezaba a creer.
Por esos días de cambios intempestivos, yo andaba entre enamorado y candelejón. Las personas del colegio que también advirtieron mi metamorfosis decíanme, entre las mayores, ¡ése, Carlitos, ya está grande!, seguro habrían recordado como siempre solían recordar los días de fin de año cuando organizaban junto a los alumnos de primaria las "chocolatadas navideñas", se habrán revuelto la memoria mirándome ahí, de ocho añitos, de diez, con la boca abierta de asombro viendo los regalos que pasaban de niño en niño y renegaba si el mío no tenía gracia, una calculadora por ejemplo, y decía: "!No me gusta!", mi madre acompañándome, roja de vergüenza, me pellizcaba, no seas mal educado, hijito, agradece. Tal vez su asombro por eso, pues mis pataleos eran inolvidables, era muy engreído en casa y en el colegio, que hubieron de creer que para toda la vida iba a ser el mismo niñito -recontra malcriado- Carlitos. En cambio, en el salón, mis compañeros ya empezaban a amargarme la existencia con tanto diminutivo. "¿Y, Carlitos?", "¿Qué hay, Varita?", "¿Jugamos partido, Carlitos?", y me mostraban una tapa rosca por la falta de balón. Los miraba altivo tratando de empinarme e inflando la caja, me negaba, eso era para niños. Ya frisaba el metro setenta, lo cual decía que era más respeto, mocoso.
Segundo año de secundaria para la mayoría es una etapa inolvidable. Por los menos para mí fueron aquellos tiempos como los años maravillosos de Kevin Arnold y de su familia desquiciada. Eran tiempos de grandes asimilaciones y sofocamientos –lo digo por las chicas. Habíame unido al grupo de los más grandes del salón, junto también, a los del tercer año, que nos enseñaron tanto a fumar como a saludar con besito en la mejilla a las alumnas, y uno que otro retrasado de quinto cerraba nuestro corro que por ser excluídos de su salón no les quedaba de otra que venirse para acá, para la nueva generación, los nuevos rostros y cuerpos de la juventud. Nos recibían con vivas porque ya no pertenecíamos a los primariosos, esos chiquitos pesados que malograban la tranquilidad y madurez secundarias con sólo estar acusando: "Profe... profe... ¡Están fumando!”, aquella paz que debería estar siempre a la moda y, los varones, siempre con gilas.
Desde esa época empecé a preocuparme por verme bien. Ya no iba al colegio con el cuello de la camisa sucio y el pantalón que no lo lavaba durante meses que de tanta suciedad por sí solos se hacían huecos. Pero como mi estirón se dio a mitad de año y el pantalón de dormir que también lo llamaba uniforme estudiantil y de vez en cuando pantalón de arquero en el fulbito, ya estaba en remiendos, pues me tuvieron que comprar nuevo uniforme para el jovencito y se me vea presentable que ya las chicas le hacen ojitos. Y tan cierto era, madre de mis secretos, de todo te dabas cuenta. Porque en esos días antes de mi descubrimiento en el espejo sentía que alguien me acechaba. Cuando iba al mercado las vendedoras me miraban, con las cebollas o el pescado en las manos, como si algo me hubiese de pasar y querían prevenirme, pero no lo hacían, se quedaban mudas. Al irme, mientras me alejaba, volteaba a verlas nuevamente y las encontraba mirándome aún con más interés. Se avergonzaban escondiendo su cabeza en sus pechos bellos y vulgarizantes. Parecía un complot en contra de mí, como si tuviera en la espalda un cartel que dijera: ¡MÍRENME, PERO NO ME HABLEN! Inclusive algo más ofuscado: ¡MÍRENME, CARAJO, PERO NO ME HABLEN! Así de alarmado estaba. Luego jugaba fulbito en la loza y otra vez el acecho, ahora me sentía apuntando como con la pistola. ¿Qué tenía de malo yo que me asustaban? Y te asustaban, Carlitos, porque indudablemente algo había cambiado de un momento a otro. Tú eres travieso, pero de esas cosas no entendías nada todavía.
Por aquellas tiempos las chicas eran para mí como hombrecitos sin pipilín, no tenía vergüenza de ellas ni me ruborizaba y jugábamos como siempre, a las escondidas, a las chapadas, a San Miguel. No había diferencia. En nuestro grupo de barrio, cuando salíamos en las noches a jugar, todos éramos iguales, ¡qué bien!, chiquitos, suciecitos, inocentes. Pero ahora, ¿qué sucedía?, ya la Merceditas no salía a jugar cuando la llamábamos y se alejaba del grupo, cada vez, un poco más. La tristeza nos ganaba el día. Nos reuníamos los que quedábamos a conversar cosas más de grandes viendo que, inevitablemente, nuestro grupo se iba desintegrando; aunque, curiosamente, los que se iban, se volvían a reunir en otro grupo, pero más calmados en sus movimientos, mejor vestidos y las niñas se hacían más bonitas. Cuando nos miraban, no se decidían si pasar de frente o saludarnos. Al final, sólo una sonrisa. Los chiquitines seguíamos en la tierra, jugando carnavales con las caras pintorreadas, jugando a mata gente o a las bolas, que sin darnos cuenta de la evolución que iba sucediendo en nuestros rededor, ya éramos sólo cuatro amigos, tres varones y Roxanita, o la Ñaña, mejor conocida por los párvulos. Después de tomar lonche y lavarnos de tanta pintura y barro salíamos ahora más taciturno y nostálgicos, nuestros camaradas se iban. La Naña nos contaba asustadísima ya se por qué Mili no se junta con nosotros, porque le han crecido pelitos en su cosita y su mamá dice que se está haciendo mujer. ¡Aj!, nos limpiábamos la boca, !pelos! ¿En dónde? !En su cosita! ¡Qué feo! ¿Ñaña, tú tienes pelitos? Roxanita nos miraba como si quisiese vomitar, ¡ay... no! ¡Qué feo! Sin embargo, era patente en el rostro de nuestra amiga el deseo, por qué no, de tenerlos; ella era la única chica que se había quedado; las demás iban entre ellas vestidas con ropa nueva estrenadas en navidad, ¡con jeans, Luisito!, decía Roxana, ya parecen viejas. Nosotros nos mostrábamos escépticos por eso de que se estaban haciendo mujeres, era cierto que percibíamos un ambiente más reservado, pero, pensábamos, por nosotros que día a día nos íbamos comiendo las palabras y todo era un mutis profundis. O sea que la culpa es nuestra y hay que dejarnos de tonterías, muchachos. Intentamos acércarnos e inducirles al juego. Como eran días de carnavales, con globos en mano, fuimos a mojarlas. Así empezamos, los tres chicos que quedábamos y la pobre Roxana que nos ganaba en la carrera y mojaba a nuestros ex amigos que hiperbólicamente nos llevaban el doble de tamaño. ¡Ahí va Tiana! ¡Persíguela! En esas persecuciones nos regodeábamos de alegría, porque nos dimos cuenta de que ellas también extrañaban esos momentos de juegos. Pero de pronto, algo más importante que los recuerdos las ponían tiesas, amoldaba su cuerpo y corrían casi modelando. Ya no eran vivarachas, pero sonreían sí, como si fuesen ángeles. Nos mojábamos y pintábamos. Entre los varones rodeábamos a una de ellas y ¡zaz! que resultaban como negras, sólo faltaba en sus cabezas el pañuelo de bolitas y que se me ponga a bailar, morena, su negroide, acurrucucú. Pero sí que se molestaban diciendo que su mamá les iba a pegar, que el betún no salía ni con ariel, llorando se iban. Mas en fin, era un juego, y gracias a Dios que lo entendían, que el juego de carnaval era en el fondo un juego sexual, sexualidad que brotaba poco a poco en cada uno, todavía reprimida, todavía.
Un suceso inopinado nos hizo mirar hacía atrás y nos encontramos con un paredón, como con un extraño ambiente nublado que te impedía el recuerdo. De pronto, ya no teníamos niñez y el resultado era un mundo completamente desconocido y extraño. Nuestra vida cívica se iniciaba ahí. Aquel domingo fue el último domingo de febrero, carnaval postrero, cuando supe de alguna forma qué era ser hombre y cómo era una mujer, o entendí qué relación vital había entre ambos. Perseguíamos a las niñas con alborozo, sonrisas y carreras. Ellas se encontraban en el patio de Mili. Ahí pasaban horas y horas sin salir, se metían con ropa y todo al lavadero y entre ellas mojábanse. Nosotros: esperando con betún en mano hasta que se dignen a dar la cara. Fernandito gritó llamando a todos, de improviso. ¡Miren! ¡Vengan! Fuimos, nos mostró un agujero en la puerta del patio de Mili.
-¡Miren, barrio, a la Mili!
Uno por uno cuadrábamos el ojo en el hoyo y alcanzábamos ver a las niñas jugando entre ellas, en la piscina de hule, con baldes y globos. Nos mirábamos extrañados. "Sí Fernadito, ahí está la Mili." La veíamos con el rabillo. Ella era, como siempre. Tenía la ropa mojada. ¿Qué pasa? ¡Qué!, inquiríamos con zozobra. Fue entonces cuando la frase de Fernadito nos dejó aturdidos por mucho tiempo:
-¡A la Mili...! -respiraba anhelosamente con los ojos vivaces- ¡A la Mili... le salen tetas!
Se fue corriendo, con el cuerpecito de abogado diabético como el de su padre, con el culo empañado.
Fui el primero que la vio, húmeda y maravillosa, a Mili. Con muchos esfuerzo me estaban haciendo patito de gallo, y vi a Mili en el lavatorio donde su madre le lavaba seguro sus calzoncitos. Llevaba una blusa blanca, mojada. En su pecho los vi, y pronuncié una mala palabra creo, la única que podía decir y que mi padre usualmente interjeccionaba: "Caracho", dije, cuando vi dos protuberancias que serían como el Zahir de Borges, dos bolas pequeñitas como canicas que daban ganas de hacerles prim-prim con el dedo y se dibujaban en la humedad de su polo. Todo se me volvió húmedo, mi pecho, mi ambiente, mis piernas, todo húmedo, humedad y más humedad: ¡tanto gozaba con esa humedad primigenia, señores! Y las teticas de esa chica me habían convulsionado. ¡La Mili ya era señorita!, estaba pensando, cuando dije que me bajaron pronto para ocultar que se me habían parado "el peine" como lo llamábamos entre nosotros a ese animalito vertiginoso que se apoderaría de nosotros por el resto de nuestros días.
Poco a poco nos fuimos reuniendo los ex amigos; sin embargo con las chicas ya no era lo de antes. Ellas se secreteaban y nosotros éramos más mudos. Nos daba vergüenza mirarnos a los ojos, esos rayos parecían desnudar.
Antes de regresar a clases sucedió la ruptura. No fue motivo suficiente pero sí un pretexto para ellas y una oportunidad para nosotros de sentirnos, al fin, libres. Porque para ambos el miedo de estar juntos nos mantenían en conturbación, había algo que en nuestro interior quería salir y las niñas azuzaban más ese querer, pero lo atascábamos, lo cogíamos con las uñas; hasta que terminamos cada uno por su lado. Lo que sucedió fue que Lili estaba con el alma febril de tanto que soñaba con Gilberto, la pobrecita sufría en los momentos que conversábamos en grupo, y sufría en silencio toda la indeferencia de nuestro amigo Alberto (en realidad era Gilberto, sin embargo por el cuello que se manejaba le decíamos el Jirafa Alberto), porque a éste, más que las chicas, le gustaba ir al pímbol y pasaba horas y horas retando a uno y otro que quería quitarle el trono. Entonces, cuando las amigas de Lili viéronla una vez más atribulada que de costumbre que sus llantos parecían aullidos, y más desesperada que una cabra loca, decidieron actuar que no por las puras hemos crecido juntas, amiga. Hablaron con el Jirafa en el mismo pímbol, éste no quería despegarse de la máquina ni un solo instante. Dijéronle muy lindas ellas, con eufemismo, entre otras cosas que se deje de mariconadas y que no sea tonto, que no te das cuenta de que Liliana es muy buena, además ya tienen cuerpo, Gilbertito, uyuyuy picarón. El Jirafa con el cuello tan largo y con la cabeza tan atrofiada de puro pímbol, ya harto de tonterías que no le interesaban en lo más mínimo, es decir, que aún no le picaba, les respondió como cuando su mamá no le daba dinero para sus juegos y se ponía a patalear, dijo: "¡A míii, no me gustan las narizonas!” Todas se quedaron mirándole con firmeza, con los puños de histeria, ofendidas, ¡por favor! Qué se habrá creído el imbécil, encima que le venimos a ayudar para que se comporte como hombre nos viene con niñerías, por eso casi al unísono le reprocharon: "¡Y a nosotras no nos gustan los cuellones!" Lo barrieron con clase, con una delicadeza de gallina bien graneada, y se fueron modelando sus nacientes figuras y dejando al Jirafa, rojo, diciendo: "Ya pe, y a mí qué me importa, pe", situación que nunca lo olvidaría, porque años mas tarde las cosas iban a cambiar de papel hasta el extremo de que el Jirafa rayaba en su dicha cuando lo molestábamos: "Tu hijo nacerá avestruz", y él quedábase mirando el cielo con la sonrisa más enajenada del mundo pensando si tan sólo fuese realidad, Lili de mi alma, si tuvieras un hijo mío. Así terminó toda la relación entre las chicas y el Jirafa, y por consiguiente, con nosotros, ese año.
Primera semana de abril, el colegio os espera. Yo seguía en mis dudas: ¿Por qué me siguen tanto esos fantasma? Al voltear, siempre me quedaba la certeza de que alguien, segundos antes, me señalaba, y esos "alguien" eran mujeres. Empecé a identificarlas y a decirles mujeres. Ellas eran las furtivas, las que me tenían cohibido y asustado. Ellas eran las que me miraban. Después escuchaba silbidos como cuando mi primo Atencio, el de Ancón, silbaba a las chicas; yo era muy niño entonces cuando andábamos en el balneario y le preguntaba confundido abriendo bastante los ojos: ¿Es tu novia? ¿Es tu novia? Mi primo se reía. Todos los recuerdos comenzaron a asociarse, supe entonces que eran piropos. Me empezaban a gustar. Eran meses de caminatas por todas las calles, calles de los silbidos, y ahora sumábanse, los besos volados. Eran una clave entre mujeres y hombres, algo reconfortante que persistía en tu interior y le hacía la vida a uno más placentera: el susto, qué va, desapareció.
Cuando iba entendiendo toda aquel rito sexual que la juventud realizaba, mi comportamiento fue yendo en vilo. Una precipitada respiración y los dientes empujados con muchos furor hiciéronme conocer el rostro de la envidia. Envidia que tenía por otros adolescente de más edad que ya andaban con diferentes chicas que se ufanaban de su cuerpo lujoso con pezones de oro. ¿Cómo lo harían?, preguntábame, ¿y por qué? Aquello me hervía la sangre, me hacía sudar. Hasta vi al Carnero Luis, quien en otros tiempos solía jugar con nosotros, y mírenlo pues con enamorada dizque, orgulloso pasaba el Carnero sacando pecho, haciéndose el machazo pensando que estar con una chica era razón suficiente como para dar una patada en el culo a cualquier que se le antoje, y yo feliz porque mírenme ojos del mundo, ajá, qué se creían, ella es mi chica, ajá, se fregaron... Tanto me molestaba su jactancioso andar que me era inevitable no decirle meee meee. Y ese balido sonrojaba mucho a Luis que, cuando me encontraba solo en las calles de nuestro barrio, me tomaba del pescuezo amenazante. "Con que mee no, chibolo, decíame el Carnero furioso, te voy a mandar tu lapo si sigues con huev...", yo me reía, le replicaba con golpecitos de amistad, tranquilo, Luis, tu jerma está buena, ¿Cuánto tiempo, ah? Buenaza tu jerma, ah.
Porque así es la vida y cada cosa a su tiempo, me iba tranquilo, yo también seré grande, no seré tímido y podré tener a cuanta chica que se me cruce en mi camino, pero eso sí con una sonrisa que se desvaríe en la inocencia y su andar sea como volando. Sin embargo las cosas sucedían de manera improvisada y cada paso inadvertido lo era, que las circunstancias, mis circunstancias, iban como corriendo. Los besos en el aire me hicieron apurar. Mi léxico no era otra cosa que "hembritas", "chicas", "costillas" y tantas sinonimia, tanta monotonía con las mujeres, además, por supuesto, desinterés total con todo aquello que no tenga relación con la sexualidad. Pensé: Carlitos, ¿por qué tanto hablas de mujeres? ¿Acaso no oyes lo que te dicen? Ya estás grande, Carlitos. Caga al Carnero, caga a kiko, caga al mundo entero, ¿no sabes que una hembrita es la solución? Ahí está el mercado con todas las tetas del universo, y hay una que por ahí te guiña el ojo, persíguelas, enamora, ya es el momento. Porque ya no quería estar de mirón sintiendo punzadas de envidia y odiando al Carnero bandido introduciendo su mano, ¡fíjate, Carlitos!, debajo de la falda de su enamorada. En el cuello algo se enduraba, cuando también, en el corazón había un vacío, era porque me estaba arroyando la insignificancia, y pensaba: voy a cagarlos, sí, los voy a cagar. ¡Pues basta ya! ¡Qué clima más molestoso! ¡No quiero hacer la tarea! ¡No quiero salir! ¡No quiero hacer nada! Lloraba por dentro con las lágrimas propensas sin darme cuenta de que la envidia, por Jesuscrito Superstar, la envidia me mataba. Antes bien, toda esa inexorable sensación desaparecía para la próxima, puesto que en la noche anterior había pasado algo extraño y ahora en esta mañana radiante la sábana tenía una humedad rancia y, recuerdo que durmiendo, me sentí feliz.
A la hora de recreo, puntualmente, nos reuníamos en las bancas cerca a la puerta de ingreso. Una jornada gallística no era nada ante una de nuestras conversaciones, ya ni se podía alzar la voz, ni darse de charlatanes porque te cuento que la vez pasada estaba con Siii, ¡ja, ja, ja!, disculpen con Siiii, ¡ja, ja, ja!, Silvia. Ni uno se salvaba, nos frotábamos el gaznate, rojos resultábamos. Desde ese ángulo del colegio lográbamos ver a todas las alumnas, las que ya estaban en quinto, las señoras, las que no necesitaban sacar pecho para mostrar, por más timoratas que fuesen, el potente material pechuístico. Ellas eran las reinas del colegio, hasta los profesores no disimulaban sus gustos y caballero nomás por más burra que seas mamita, te pongo tu veinte con tal de que me sigas cruzando esas piernitas de ángel y yo te saco primer puesto. También veíamos a las parejas que sigilosamente iban al segundo piso y comenzaban su ritual al que pusimos por título: DISIMULA QUE NOS AMAMOS QUE LA GENTE NOS VE. Se pasaban mirándose a los ojos toda la media hora de recreo, se tomaban de las manos, y cuando se daban cuenta de que los veíamos, ¡zaz!, que se daban un beso de esos que son como para creerse, como el Carnero, el rey del mundo y todo lo demás. Pero a ellos los mirábamos con alejamiento, cosas de otro lugar, como si fuese una película, por no decir cosas de grandes. Nosotros nos contentábamos con mirar a las de tercero, las niñas grandes, las estrenaditas. Ellas sí eran asequibles, como que estaban juntos a nosotros en la sala de cine viendo la película que pronto protagonizaríamos. Adorábamos esas faldas, que nunca faltaban en lo que respecta al tamaño, unas tan atrevidas, a pesar de que la directora insistía y tú, niña, la falda debajo de la rodilla, y tú, alumna, ¡qué te has creído, a la dirección! Las chicas calladitas la mandaban a la mierda, ¡qué falda a la rodilla, vieja loca, no fastidie! Poco les faltaba para que vengan con mini. A ellas las deseábamos, a sus pantorrillas largas, sus muslos inocentes, suaves, rechonchos, a sus caderas, sus encantos y miren su carita, una niña todavía, y miren su potito, digo su potazo, uff, recorridas, ah.
Cuando se está entre amigos se va perdiendo la inocencia. Cuán equivocado estaba pensando en que no ser "tonto" era lo más preferible para poder vivir en esta sociedad ineluctable. En ya no creer en la existencia de un tal Papá Noel, en no seguir pensando que toda la gente era buena, o que nunca existieron los duendes, esos enanitos que llevaban a los niños no bautizados a su azotea. Ya ni creía en la Semana Santa. Recuerdo tan cristalinamente cómo un viernesanto perdí la fe, cuando me llevaron casi a rastras a mi primera fiesta a oscuras. Me hicieron bailar. Y hasta unos más incrédulos me hicieron tomar con el pretexto de que Jesús está muerto y salud, causita, que hoy podemos hacer de todo. Y yo: ujujuy, síiii, cómo no. Acepté, madre de mi alma, acepté. Las ideas que te metían en la cabeza, taponándonos de libertad, esos valores tan volanteados íbanse en caída. Que el cigarro da cáncer, que el licor los vuelve brutos, que al que madruga Dios le ayuda y al que no madruga váyase al averno. Que vístete bien, como caballero, que así pareces un abandonado. Que te cortes el cabello para que te veas "decente". Ya no, vivo era el que cojudeaba a otro. Vivo era el que osaba desquiciar las reglas. ¿Qué quedaba de nuestra niñez? Nada. Nada, madre, ni tú que naciste de mis dolores pudiste poner orden en todos ese aluvión de basura, y algunas de tus enseñanzas quedaron debajo de la cama, pero los cumplí por varios años, como cuando me decías que se orina en los baños, hijito, tú no vayas a ser como cualquier borracho mugriento que deja apestando las calles; pero hubo un momento en que me olvidé de eso, porque tú, madre, eras muy feliz diciendo sí a todo y no te imaginaste cuán difícil es decir no, no y no. Porque tu hijo fue débil y en cualquier calle se detenía, se bajaba el cierre y orinaba sin tomar importancia a las señoras que pasaban con sus hijitas y me hundían con la condena del movimiento desdeñoso de su cabeza, y tú no estabas para defenderme, destruían a tu hijo, contaminaban a tu hijo, que lo único que hacía era reír y reír porque tú eres muy pura para estar en esos momentos de inmundicia social, madre. Eso era ser vivo. No seas tonto, si quieres orinar, ¿por qué no lo haces? Hasta las basuritas que yo siempre guardaba en mi bolsillo, ahora como todos, los arrojaba, no había veto entonces. Ya no creía en una realidad saludable, en un mundo de manantial, sino en una multitud de hombres gorrinos que se carcajeaban al agarrarse los testículos frente a una mujer; creía en el olor a cerveza, un podrido dulce, a perfume de prostituta, a noche, a tosquedad, creía en una vida sin más que la esperanza de la rebeldía y el ulular de personas que gimoteaban:
-¡Quiero ser vivo! ¡Quiero ser vivo!
Y por eso eran capaces hasta de vender su vida.
Así también en el patriotismo, la gente era incrédula. ¡Qué iban a creer en un pueblo que fue grande! Su historia, dicen, ha sido pura putrefacción de hombres, puro mamarracho, carcomidos por una "viveza estúpida". Y los profesores irresponsables eran los que horadaban esa herida, una gangrena que ya llegaba al corazón. Yo creyendo en un gran imperio, en un Perú con grandes héroes y libertadores, escritores y presidentes: ¡Qué gran pasado! ¿Pero qué era lo que escuchaba en las aulas?
-No seas inocente, alumno, Alfonso Ugarte fue un pituco cobarde; y Bolognesi, ah, ese fue un irresponsable con los otros.
-¡Qué cándidos son, ah!: Bolívar fue extremadamente ambicioso y quería hacerse dueño de toda Sudamérica. ¿Qué dices? ¿Que sólo quería la unión de los pueblos hermanos? ¡Por favor! Ambiciones de Bolívar, ah, y les digo, para ustedes nomás, ése, era maricón y su marido fue Sucre.
-Y Valdelomar, ¡otra locaza!
-Y todos los presidentes fueron unas mierdas, ladrones que nos dejaron sin un sol; yo les digo, alumnos, mejor que Bill Gates compre el Perú y todos nos hacemos gringos.
Qué se podría esperar de nuestros pensamientos recién entrados a la vida casi adulta. Qué podrían esperar de nosotros sino el hastío de vivir, lo que para soliviantarnos, confundíamos ganas de vivir con viveza. Nos estaban dejando a la orilla de la tempestad. Apátridas. Sin sueños, sin pasado, o lo que es peor, con un pasado repudiable. A todo eso llevaba la pérdida de la inocencia. No se sabía en qué creer: la naturaleza del hombre o la cultura. ¡Maldita sea, Carlitos, todo esto llega al pincho! Teníamos que ser irracionales para que de esa manera veamos claro.
Pues hubo de pasar mucho tiempo, don Piedra, tal vez el tiempo máximo como para volverme niño y darme cuenta de que ser feliz era lo mismo que ser inocente, don.
-¡Ese profe, cacanero!
¿Quién habrá sido? Son muchachos, no saben lo que dicen, iba pensando el profesor Zegarra. Te falta carácter, Zegarrita, te falta mucho carácter, con los hombres caídos y la mirada al piso.
En la banca más furtiva del colegio, junto a la puerta, seguíamos nosotros. ¡Qué bestia! ¡Qué paloma eres, Alex! ¿De dónde sacaste esa palabra, Alex? Me da risa, pero no sé qué quiere decir. Todos se ríen también. Creo ser el único que no sabe el significado, más no la friegues, ríete nomás: ¡ja, ja,ja!
-¡Ese profe, cacanero!
-Carlitos, no hagas tanto chongo.
-Ya pasan, ya pasan.
Cuatro alumnas: chompa azul, blusa blanca, vestido gris. Sonrientes. ¿Acaso no te gustan, Carlitos? Caminantes eternas, pasos al ras del suelo, rodillas suaves.
-¡Ay, mi Karen, mi Karen! –suspiraba Ramírez- ¡Ay, mi Karen!
Tú también suspirabas, Alex, y tú también, Beto. Lo hacían por dentro. Lloraban en sus casas.
El andar de las alumnas se hacía inacabable. Ellas comadreaban bajito, casi en silencio. ¿Qué pensarán las mujeres? Hablarán de otros temas, menos de nosotros.
-¿Cuándo te la vas a mandar, Pepe?
-No sé, me da palta.
Pepe, Pepe... siempre pensando en Susan. Se te nota en la cara de alucinado que sueles poner en nuestras conversaciones de jermas, y ahora últimamente tu rostro está aguileño. No duermes bien, Pepe, no comes bien. Yo sé que cuando hablas con alguien hasta sin querer siempre metes a Susan en la conversación. Pobre, yo sé que quieres que el mundo sepa que estás enamorado, que sientan lo mismo que tú, pero no se puede, a nadie le interesa que le has escrito un poema, se ríen de tu sufrimiento, Pepe. Yo sé que has ido a su casa, y odias a su hermano como me odiabas cuando te hacía unas gambetas y te dejaba en el aire, la pelota era mía, compadre. Así te sientes cuando el hermano te responde mal y te dice que la niña que amas no va a salir, y tú lloras de regreso a casa mientras el hermano se burla de ti diciéndote flaco huevón. Pero Susan se muere por otro y tú no lo sabes. Luego te darás cuenta y te olvidarás, y vendrá otra.
Ese rincón era el lugar adecuado para no morir envenado de amor, pues estaban los amigos, tú podías suspirar, llorar, hasta por último, qué más da, podías urdir algún estratagema para la batalla por la conquista del corazón y no pasaba nada, la muerte se convertía en placer junto a tus amigos, siempre unidos y no nos pasaría nada, sufre hermano, tranquilo, que acá estamos nosotros.
Merci, amis, gracias a ustedes no pude abandonarme en la perdición, perdición que ansiaba con todo el alma, gracias, yo también me había enamorado. Dios hubiese querido que nunca me haya fijado en ella como los demás, porque ella estaba a punto de lanzarse a la pantalla, Carlitos, ella era otro lote. Sin embargo me fui contra Dios y contra todo el mundo, no me importó nada, soberbio me entusiasmaba más porque de niño fui siempre decidido y me habían acostumbrado a tener lo que desease. Fue un gran golpe en tu vida, y eso te ha hecho triste, Carlitos.
Alicia, entre todos ellas quédeme embobado hasta la irracionalidad contigo. Yo te separé de todas cuando te veía pasar por el patio mientras los demás sólo percibían el sabor amargo de la utopía. No te hará caso, date cuenta, ella puso en ridículo a uno de quinto año que se le declaró y ahora lo tiene como su perrito, se burla de él. ¿Qué me motivó a seguirte?
Cuando notamos su desarrollo a punto de tirar para el cine, la seguíamos en todo el recreo sólo para consolarnos viendo el arreglar de sus medias apoyada en la columna del baño. Ahí estábamos todos mirando cómo caminaba al salir de su salón, coqueta y natural. "Cuidado tío que ya nos ven", íbamos tras de muros, personas, carpetas, en fila y casi babeando para ver a Alicia saliendo empinada con la cabellera rojiza que lamían sus pechos con erotismo, ese rojo enloquecedor, mirábamos su silueta apretadita con el vestido, estaba por empezar la función, "no se amontonen". "Cuidado que voltea." "¡Ahí va!", y ella imparable rellena de algodones con la mente aturdida de tanta matemática, su cabeza le daba vueltas; pero aún así, su belleza era inmune a los cambios afectivos, ya íbamos a hacer una protesta que por favor déjense de vainas con Alicia que a ella no le gusta la matemática, a ella sólo le gusta ir al muro del baño y... ahí viene, Carlitos, ya se agacha, ¿viste algo?, no veo nada, cojudo, me estás tapando. Al espectáculo se habían sumado los de cuarto y quinto, Alicia se acercaban al muro dando pequeños brincos casi imperceptibles para no vulgarizar sus movimientos, y yaaa..., Carlitos, pucha que la Alicia se agachaba a enrollar sus medias y por los mil demonios que me corto un huevo, Carlitos, que vi sus muslitos, blanquito, sí, blanquito. Quedábamos extasiados y tanta era la incertidumbre y al conturbación que resultábamos uno encima del otro, el otro en el piso tapando la cara de éste, y Carlitos más pendejo, o sea yo, que para tener un mejor ángulo se trepaba en la montaña de cuerpo que tenía Víctor; pero para pendejo, pendejo y medio, ahí estaba el profesor Rabelo con tremenda bocaza !así de grande!, que vio a un palomilla por los muros del baño que se ganaba con la inclinada de la alumna más adorable del colegio que por chibolos envidiosos, pues no llaman que yo también quería ver, por eso los voto a golpes, ¿vivos son, no?, ¿vivos son, no? Dándonos de palmetazos en el cuello salíamos volando del escondite dejando solo al gordo Víctor todo empapado después de darse una trastada espectacular que mataba de risa al Bocón y gozaba del escándalo él solito hasta que la directora con la panza de rata más cucufata que mi bisabuela venía diciendo "Mucha batahola" y el Bocón se ponía serio, cambiaba su rostro y raspando la garganta obligaba al gordo Víctor a que se levante de inmediato, alumno. "Estos muchachos, señora, traviesos son", entonces la Panza’erata con el vestido fuccia...
Pero Alicia, tan linda ella, volteaba a ver el alboroto y venía a preguntar muy inocente qué pasaba, ¿chicos?, al bajar la mirada se encontró con que Víctor estaba siendo zamarreado por la directora que le decía "confiesa, alumno, confiesa", "¿pero qué señorita, qué?", "que ha estado viendo el baño de mujeres". Incluso todo el colegio se había acercado a los baños, pero no porque sucedía algo grave como lo detonaba el rostro en zozobra de la Panza’erata, sino para divertirse viendo al Gordo chapaleando en orina. Todos preguntándose ¿qué hay directora?, ¿cuál es la alarma? Lo que no sabían era que, minutos antes, la directora había salido de hacer la pichi y estaba con la mirada histérica por la vergüenza de que los alumnos la hayan visto. ¡Qué va! A ella ni el Bocón que era tan sobón como su boca quería verla. Pamplinas. En cambio, Alicia, bellísima siempre, meneando su cabello estaba ahí acariciando al pobre Gordo que menos mal, ah, que no tiró dedo, sólo la contemplaba impersonalmente, como desde un abismo, y decía para sí mismo: Qué acaricias, mamita, si tú eres la culpable de todo esto por estar inclinándote como pollito tomando agua y no te das cuenta de que tanto los ojos como el viento vienen en punta.
Ya en el salón, con los cuellos rojos, comentábamos la suerte del Gordo que ahora venía con el uniforme sucio y su madre de tanto que se afanaba en entregarlo limpio al colegio, ahora regresaba inmundo, como los Arenas. Y lo gracioso que se le veía, parecía que de puro miedo se había orinado.
Las chicas se le acercaban, lo rodeaban, pobrecito, y tan limpio era Víctor todo perfumado que se había ganado el apodo de Osito y Cachetoncito, pero por amargarle la vida nos burlábamos de él, mas la burla iba al vacío, porque Alex nos abrió los ojos diciéndonos "¿qué se ríen, bestias?, ¿no se dan cuenta de que el Gordo resultó con suerte?"
Víctor con suerte, a tu cuerpo deforme, Víctor, iban a posarse las yemas abrasadoras de mi adorada Alicia. ¿Qué hacías para que siendo un mamarracho tengas tanta suerte? En cambio yo sufría con la cara debajo de la tierra, moqueando. Escondíame del placer, mordía las almohadas sin poder decir al menos en el paroxismo de mis ensoñaciones contigo siempre y con la inocencia de los nervios, decirte y gritarte, ¡mierda, Alicia, te amo tanto! Pero no se me escapaba ni la mierda, ni siquiera un pedo seco. Era tan tímido contigo en el colegio, en el pensamiento, contigo siempre, Alicia, como la nube te veía, ahí nomás arribita de mi cabeza, mas siempre escondiéndote esa mirada para que no se encuentre con la tuya, porque quemaban los rayos de Alicia, era ardoroso ver aún más su cabello rojizo, todo ella sublimaba colegio, Panza’erata, hambre, muerte, almohada, viento, mochila y fíjate que hasta la pinga sublimaba para convertirlo todo en esa horrenda-querida palabra: amor.
Pero tan bruta. Y mis amigos me lo advirtieron, ella no era para ti ni para nosotros. Alicia era de otro lote, sino mira cómo el brigadier general y Carrasco que están cortejándola, ellos que con la mirada embarazaban, también van a ser rechazados. Alicia no mira el piso, parece que está volando. Mentira, no era cierto. Alicia convive con nosotros y es como nosotros. ¡Maldita sea, todo el mundo es como nosotros! Ella no me hizo caso, por supuesto y no lo niego, pero por bruta no por imposible.
Se comportaban con socarronería frente a mí. "Parece loquito", decían. De algunos recibía sus coduelos. De Dante, el mejor enano que he conocido, el más feo, mi amigo, recibía el ánimo. Hablaba muy gracioso Dante, pero te dejaba abstraído cuando se entretenía describiendo sus ideas, Chato inteligente, valía mucho. Por eso cuando al verme en el salón sentado en la última carpeta fuera del bullicio, cuando veíame soñar confiado en que todo se puede, cuando quedábase extrañado viéndome de pie, inquieto esperando a alguien, en esos momentos se me acercaba, con sus manitas me explicaba metódicamente, desde abajo, el Chato, cómo debería yo sufrir. Hablaba siempre del mecanismo intelectual que cada uno debería tener, de procesar mi sufrimiento para no irme al desvío, Carlitos, concluía diciendo exaltado con los brazos extendidos y feliz el chato más enano y cabezón que nunca, ¡el sufrir es vida, Carlitos, si eres vivo mecanízalo, tómalo como algo fuera de ti y goza viendo tu sufrir!
Fui feliz sólo los días nacidos. Fueron siempre los principios los que marcan los sinos, las cosas, a los hombres, pequeños momentos indiferentes en donde se produce la concepción, en donde se define todo; como en mi caso, pues sin querer había metido la pata enamorándome de ella. ¿Cómo empezó? Hum. Mejor os preguntáis ¿Cómo se originó la vida? Hum. Tampoco. Lo sabido es que de un día para otro resulté feliz de regreso a casa, cuando vi al panadero pasando con su triciclo y entre silbando y silbando acomodaba una sonrisa en sus labios duros, cuando el cielo dormía en su regocijo y cerraba los ojos sabiendo que Carlitos se había enamorado y los árboles y los perros, y el viento y los cerros, y las gentes y las ideas, y el panadero actuaban para mí, servíanse de mí, brindaban por Carlitos templado, y agradecíanme como las plantas agradecen al sol y los peces al agua, y los hombres a Dios: agradecíanme porque en esos momentos yo les daba la existencia, con mi alegría los verdes eran verdes, el cielo era cielo, y las rosas eran rosas. Para qué más, ¿no?
En mi hogar andaba de un lado a otro sin pensamientos, riéndome de la realidad, todo era cómodo cuando dejaba de ser errante y caía en mi cama, cerraba los ojos, reía, ¿qué te pasa, bandido? Me había templado, Carlitos, ésta es la situación ridícula de las que todos se burlan, así es cuando uno conoce el amor, ja, estoy templado, ¡pos, qué maravilla! Ahora que recuerdo, parecía un reverendo capullo. Como tú, Pepe, buscaba pretextos también para hacerle saber a los otros que estaba hincado hasta el pulmón de puro Alicia, cuando a la hora de cenar no me quitaba la mochila para que me pregunten por ahí, viéndome sonreír al vacío, ¿no te quitas la mochila?, ¿por qué estás extraño?, ¿qué te pasa? Estás medio volado. Ah, ya sé, estás enamorado.
¡Ja! ¡Qué va! Sí, sí, sí: qué feliz me sentía en esos momentos viéndome descubierto como el amante más tonto del mundo y el amante de la muchacha mas flamante del manzanón, pasión de pasiones, y no sé qué otras chorradas más me imaginaba.
Pero cuando acabó ese minúsculo ciclo de alborozo, el mundo se hizo pedazos a mi vista. El colegio me abrumaba. La necesidad imposible hacíanme recorrer mis pensamientos buscando convencer con patentes argumentos a mi yo de que no hay por qué avergonzarse y dile lo que sientes, ¿pero si no le gusto?, ¿si acaso se da cuenta de que soy tímido? ¡Qué importa, las chicas necesitan ver el valor de uno! A ellas les gusta los hombres, y lo único que identifica al hombre, dicen, es su decisión para resolver obstáculos, su valentía para la acción, su mano firme; eso es lo que les gusta: hombres, no niños.
Aturdido, sin saber qué hacer, mi esperanza estaba en mis compañeros que viendo mi impotencia me dijeron mándale una carta. Porque si tú le hablas te pondrías colorado y lo único que te saldría sería un gallo triste resultado del nudo en la garganta, esa piedra que se incrustaría en tu gañote, ¿o era tu alma? La carta era el subterfugio, Carlitos, y si no puedes escribir, nosotros te lo hacemos pero ya déjate de cojudeces: ¡haz algo!
¡Ya pues, haré algo! Dos años enteros pasaron y tú nunca supiste que fui siempre yo el que se metía a tu aula con artimañas de ladrón debajo de las carpetas y colocaba la hoja de cuaderno rebosante de palabras de amor adolescente en tus cosas, e inclusive me quedaba un ratito más para oler tu cinta de cabello rojo, tus libros, todo se volvía volátil, Alicia, tú estabas en todos partes. Aquello se convirtió en el enigma de la carta. ¿Quién de todo el colegio era? Y yo me preguntaba, ¿por qué tanto les interesa saber quién manda la carta? ¡A ustedes qué les importa!
No querían reconocer que estaban celosos, que Alicia, la novia del colegio, los embobó a todos. Andaban enamorados también de la pelirroja, ya que fueron tantos detectives-alumnos como verdugos-alumnos que se ofrecieron para dar su apoyo y castigar de una vez al autor de tal sacrilegio, para que así no sucumban a la derrota evidente en manos de un rival sin cara que era como un puñal traicionero.
Todos cedieron a las inefables cartas. Era imposible adivinar quién era, porque unas veces parecía la carta a un retazo de aquellos poemas nerudianos, uno de esos escritos vitales con el corazón y las vísceras en las manos, pero otras veces daba la impresión de que el autor era un niño de primaria, y a pesar de que el seudónimo era siempre el mismo en las diferentes epístolas que se mandaron, concluyeron todos que no había un solo autor, sino varios, lo cual era lógico.
Tal poeta denominado Nedura no era otro más que Dante, no escatimó voluntad para ayudarme a ser feliz. Se pasó desvelándose muchas noches de sopor tratando de escribir con mis pensamientos muy presentes algo que rompiera como una copa de vino el compacto corazón de Alicia. Lo hizo a la perfección, ya que al leerlo sentí que yo estaba hablando en aquellas depuradas letras, el Chato en su silencio me había estado psicoanalizando. Sabía por qué yo caminaba solo por las calles sedáticas durante horas, sabía que no dormía bien y que estaba bajando de peso, que andaba tramando secuestrar a Alicia, pero lo entendía, sabía él que esas cosas eran normales en los pensamientos impotentes de los adolescentes enamorados, ¡diablos, Chato, eras lo máximo!
El niño de primaria, al que aludían los detectives, era yo. Aquella primera carta que te mandé fue una fuente de burla para todos y ya no temían tanto puesto que quedaba comprobando que "el puñal traicionero" no era otro más que un imbécil. ¿Qué tonto lo habrá escrito?, se preguntaban. Pero tú te preguntabas qué príncipe candoroso me lo habría mandado. ¿Qué hubiste de responder en esa carta, Alicia? ¿Qué marcaste?

Alicia, soy un hombre que no conoces pero sí has visto.
Quiero preguntarte una cosa, y tú marcas lo respuesta
y lo dejas en el macetero junto a la dirección:
¿Me amas? Si o No

Nunca me pregunté cómo sabrías tú quién era al que debías de amar. Mientras en tu salón todos reían cuando el profesor te quitó la carta y lo leyó en voz alta. ¿Qué pensaste, Alicia? ¿Te mofabas también? Después se quedaron idiotizados con la segunda carta que escribió Dante, y pudieron experimentar cómo se le arrebata a alguien el amor sólo con un simple papel, papel que te hizo llorar y te hizo sentir mala. En esos momentos era capaz de lanzarme al abismo con tal de saber qué era lo que pensabas leyendo las cartas. Si tan sólo hubieses pensado: "Qué hermosura de hombre", ya me hubiese felizmente muerto.
Algo extraño vislumbraron en Alicia que preocupó a muchos. A partir de esa carta, cualquiera estaba para quedarse sin piso, porque el amor de Alicia parecía, bueno no sé, que tenía dueño. A varios se los veía sin esperanza, y ya pensaban en cómo enamorar a las feítas de segundo, pues peor es nada. En los días que ocurrieron luego hubo una alerta en todos, miraban de reojo, querían pescar a uno con triquiñuelas de hombre deshonrado que necesitaba vengarse yendo directo al grano: "Ya sabemos que tú has sido". Así no fueron pocos los inocentes que pasaron la vergüenza de su vida frente a Alicia. "Tú has sido, ya te descubrimos." "¿Yo?, yo no he sido." "Si, tú has sido." "¡Llamen a Alicia!" Al interpelado lo agarraban a empellones, "¡Alicia, él es el cartero!", casi lloraban viendo a la pelirroja, altiva, coqueta. Se quedaba pensando, ¿él es?, ¿es o no es? Al final no decía nada porque tenía la seguridad de que el hombre maravilloso que le escribía no necesitaba hablar de nada, sólo en sus ojos identificaría la divina relación que existía entre aquellas palabras inmunes al cuerpo y su fulgurante mirar. ¿Quién será? Alicia se iba triste.
Con mi amigo Dante sonreíamos cubriendo el secreto. Fue el único que supo más que yo cuánto deseaba a Alicia. Nunca dijo nada, y hasta me salvó de recibir los dardos frustrados de los detectives verdugos, pues lo hizo tan bien que hasta yo me la creí cuando dijo: ¿Carlitos? Ése no sabe ni leer y va a poder escribir. Ninguno lo tomó por incierto. Riéronse de mí y me descartaron, cuando yo me preguntaba con la boca abierta: ¿Si yo no he sido, entonces quién?
No seas huevón, Carlitos. Claro, siempre fui yo; el de la primera carta, el de la segunda, el de la tercera, el de la carta invisible en cuyas hoja sólo decía "te amo" y nunca supiste que llevándola a calentar te habrías enterado de que era Carlos Díaz el que te escribía, quien te decía toda la verdad, además de cómo fue que llegaste a enamorarlo. Era yo, Alicia, el de siempre. El que te molestaba por teléfono; al que mandaste por un tubo, por el mismo tubo del fono me mandaste con tu desprecio diciéndome que yo no hablo con cobardes que no quieren decir siquiera su nombre. ¡Au, Alicia, me apuñalaste! Casi al instante aparecí por tu casa, habías herido mi corazón: me llamaste cobarde. Estuve a punto de tocar tu puerta, ¡oh, qué gallardía!, pero pronto me di cuenta de que en verdad era un cobarde, tímido y maricón; me quedé como un árbol centenario enfrente de tu casa. No pude hacerlo, no me atreví a tocar el palacio que para mí siempre fue El Olimpo. Me deshacía en cada segundo con tembladeras y autocríticas. ¡Yo cobarde! ¡Yo cobarde! Sudaba, Alicia, en la esquina de tu hogar, sin poder moverme.
Mi amigo Dante insistía: "Dile de una vez por todas quién eres, que si no lo haces vendrá otro y te la quitará, claro, si es que la has enamorado con las cartas". Dirás Dante, que tú la enamoraste con tus letras inspiradas en otra llamada Silvia, chicas hermosa en verdad, Dante. Era cierto todo eso que dijiste a los detectives, eso que yo no sabía leer. No podía leer mi espíritu como tú, por eso fui ignorante para amar. Pero gracias a él, a su pluma de amor febril, estaba que entraba poco a poco en el corazón de Alicia.
Por lo tanto no tenía que perder la oportunidad. Se oían rumores de que Alicia había cedido a los deseos del cartero. Habían dicho que estaba enamorándose de él. Por esos días insomniosos, regresaba pálido a casa después de rondar El Olimpo a partir de la medianoche, me veían tanto por ahí la gente que apodábanme "el guachimán". Vigilaba el cuarto de Alicia hasta con vinoculares, quedando siempre extático por la percepción de una perentoria sombra grácil que parecía jugar con el aire infame que se paseaba por tu cuerpo, el que entraba por tu nariz para recorrer tu humanidad imposible y salía rozando por tus labios, los mismos dulces labios con que me llamaste cobarde, y yo solo en la negrura de la hora cero miraba la luz de tu ventana y tú en el reflejo, como lobo mirando la luna y aullaba, parecía aullar con mis gemidos, pero no me atreví a llamarte, auuuu, ¿si me rechazabas?, ¿si al final de todo tú te reías del cartero? Auuuu. ¿Si cuando llegue el momento en que me tengas que ver, luego luego ya no te guste, porque no era el chico que siempre imaginaste? ¡What! ¿What, mon amour, auuuu!
Desgraciadamente mis temores no fueron insustanciales. Tu conducta apasionada no tenía ninguna relación con mi cara, yo no era aquél que paseaba embellecido por tus pensamientos, sino Bruno; te hiciste la idea de que él era el de las cartas y te enamoraste sin base. Por eso fuiste bruta, no pudiste entender nada a partir de entonces, él no era, nunca lo fue.
Bruno no fue tonto y no desperdició la oportunidad cuando vio que, de un día para otro, la Pelirroja le sonreía mucho, ajá, dijo, pues no era lerdo, como camelador que tenía por pasatiempo, y dejó cojudos a todos por su denuedo cuando mandó a los detectives, con la frescura de hombre cachero, a que se vayan a dar agua a los cuyes y no les meto una patada nomás porque Alicia está mirando, porque la cosa es que debo aparentar respeto, metiches frustrados, pues así hizo lo que tenía que hacer plantándose en pleno desorden del recreo sacando pecho y aceptó ser el autor de todas las cartas inverosímiles y estúpidas que cayeron en tus suaves manos, niña bonita, así le dijo, Alicia en el país de las maravillas, y gritó con tal desparpajo y devoción que amaba desde siempre a Alicia tanto que parecía verdad, ya que tus alaridos amorosos sólo eran, Bruno, falacias imperdonables a mis oídos. Ella ya no lo puso en duda y tan pronto cuando terminó de adorarla con aquellos gritos grotescos, se fue encima de él, como ángel cayó en los brazos de Bruno y se besaron. Se besaron pensando que la vida era bella, y que si unos se aman, los otros también, y no se imaginaron que detrás de todos los mirones impávidos, detrás del corro que formaban profesores y alumnos que veían deleitados toda esa farsa ridícula, toda esa afectación frívola, al fondo de todo, detrás de todo el mundo y debajo de la tierra como Atlas soportando el dolor emanado de ese inexorable globo, estaba yo, Carlitos, que ya no fue travieso por el resto de su vida, ya no fue el mismo chico molestoso pero divertido que regalaba alegrías al salón como también impacientaba a los profesores, sino que fue mustio y apático, un pobre individuo sin importancia colectiva y con náuseas tratando de entender a Sartre, un individuo que conviviría con el trago y la paja todo porque no pudo con la maldita manía de temblar frente a las mujeres que le atraían, aquel que sucumbiría a los llantos mientras la chica trasmutada de sus sueños rebosaba de dicha en los brazos de un oportunista, desde entonces supe cómo era perder la inocencia del amor. Ni siquiera te retractaste de tu intrépida y apresurada actitud de beata cachonda cuando mandé otra misiva diciendo que hay un pobre imbécil que se está haciendo pasar por mí, no te dejes timar, Alicia. No lo quisiste creer y muy bien que lo pagaste, porque ese pobre imbécil al quien yo aludía jugaba con toda chica que aceptaba sus requerimientos, aprovechándose de su pinta y porque ya había perdido también la inocencia del amor cuando otra superficial y estúpida como tú cogió sus corazón tierno, infante y lo amoldó en forma de pelota y luego se puso a darle de pataditas para que al final, inauténtica mujer, darle un patadón que lo mandó a la tierra de los sin corazón. Bruno también había sufrido igual que yo.
No quiso creer Alicia en otra cosa que no sea Bruno el autor de las cartas. Se apegó a él, se enamoró como burra por mucho tiempo; perdió tan pronto se lo propusieron la telita prejuiciosa del tesoro escondido y pensaste que todo era de maravilla ya que te llamabas Alicia, pero tuvo que pasar un tiempo idóneo como para que te des cuenta de que él nunca soñó contigo y no hizo nunca nada por ti, y como para que yo ya haya cedido al mundo de la razón y el trabajo y no a ese país de mierda al que me tuviste atado, Alicia en el país de las maravillas, y por qué no Alicia en la idiotez, y de una vez ven a chupar conmigo que se sufre mejor de a dos.
Al pasar el tiempo, los años del colegio van olvidándose, vienen nuevas alegrías a dopar la tristeza inenarrable de un pasado casi olvidado, pero latente. Las noticias de Alicia que me regalaban mis amigos como si me dieran un premio, eran que poco a poco, ella trataba de reponerse de la marca vitalicia de Bruno, que también la había hecho perder la inocencia no sólo del amor sino de otros aspectos que me daban arcadas reconocer. Cuentan que en un reencuentro del colegio organizado por aquellos que querían ostentar sus títulos después de años sin verse, en medio de una borrachera derretida, tanto profesores vivos como alumnos triunfadores, por ahí Dante, se pusieron de acuerdo de que el perfecto novio para ti, Alicia, era yo, y te lo hicieron saber para animarte que no había motivos para sufrir por el inútil de Bruno, y dicen que una luz de esperanza se vio en tu mirar de reina pasada de moda. Habías engordado de puro ansiosa y los treinta cumpleaños que llevas encima parecen cincuenta. Y ahora que me ves con auto me pides que te de una jalada y yo acepto y me tomas de la mano confiada, pensando: ¿Aún me amará? Yo me restrego las manos, pensando: ¿Qué cosas, no? Cuando siento triunfalmente que la maldita neurosis de éste, mi psiquismo decadente, al fin me dejará en paz.

(2002)


Premoniciones (cuento)









Un rayo de luz pasó sobre sus ojos, hiriente y transmutado en mil haces. Se sobó el rostro precipitadamente, con pánico, buscando tal vez la calma. Sus mejillas se alargaban junto con la boca y los párpados, pero la mirada fija, directa, hacia su reflejo.
Estaba en el pequeño cuarto. En el centro una cama, había una radio y había libros desperdigados por cada rincón como ropa sucia. Luego se sentó, se recostó en la esponja del lecho; otra vez el recuerdo, se puso de pie, tomó un libro, el más cercano, y lo abrió:
"Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de una droguería."
No lo tomó en cuenta, ni el sentido de cada monosílabo, y le parecía una burla a su entendimiento o una inequívoca bravata de su vista, eran letras y no eran nada, o no decían nada. Cerró el libro: "Ojos de perro azul", lo leyó. "Mi compadre Gabriel", dijo y no supo por qué, en el automatismo de sus labios salían esas palabras. "Ojos de perro azul", volvió a decir. Aquella frase le pareció encantadora: "Ojos de perro azul... ¡Ojos de perro azul!" Apagó la luz, y en un brinco de chimpancé cayó como roca en la cama: "Ojos de perro azuuuullllllllll..."
Desde el departamento afín venía un ruido áspero. Un ruido que se trasladaba por entre la hendidura de la puerta, apretándose en un chillido, para luego liberarse como monstruo en las cuatro paredes de la vida de Carrot. El ruido entrecortado y veloz, a todos lados, parecía dirigir los segundos. Carrot recordó entonces aquel suceso infantil muy común a sus pensares; recordó la noche fría cuando esperaba la llegada del tren, en cuyos vagones venía un personaje casi mitológico, de cabeza blanca y el estómago exuberante, que solía traer golosinas y que por cierto nunca arribó. Carrot hubo de evocar siempre aquella noche triste, tan infantil y tan posesiva cuyo nódulo no era más que la desazón de que aquel día, no iba a comer chocolates. Aún tenía cuatro años, y aún era un ser normal. Años después logró abrazarlo; un anciano colosal, un recuerdo borroso, pero entre abrazos y abrazos lo único nítido que quedó fue el hedor de las axilas de aquel longevo efusivo.
Pero Carrot volvió a la realidad, todo estaba oscuro. Sin embargo, un rastro de los recuerdos, un polvillo meticuloso, no había desaparecido; ahora sentía como un tormento el olor del abuelo que se fue propagando por todos sus sentidos, y la bulla de la otra habitación empezó a contraer cada vez más sus sienes. Su respiración se hizo quebrada y se tendió en el suelo con los miembros extendidos; el negro de su visión empezó a dar vueltas y se deparaba apenas, en su cosmos, el brillo de un cristal, que se hizo centro de todo entre las circundadas ilusiones: entreveía, la última mirada de su madre. En otro espacio imaginativo, un señor agrio con cara de perro estaba escribiendo a máquina y lo miraba con odio y sentía como que cada tecla era un puñal. Oyó el reloj, lento en todo, y el tectec de la máquina de su memoria acompasaba su respiración. Tectec tectec tictac tectec tectec tictac… Esa descoordinación de tiempos lo humillaba, siempre quiso estar acorde con la realidad, pero ni en los actos más sosegados lograba aquella empresa.
En plena oscuridad solo en el cuarto de pordiosero y tendido en el piso, tuvo la acuciosa necesidad de reptar y sentir el contacto frío de su cuerpo con la materia compacta; érase como un instinto brutal que le obligaba a ponerse a la altura de un animal, de una bestia que no tenía compromisos con este maldito globo; érase una implacable solución a su modo erecto que lo mantenía con un peso intrínseco y odioso que lo encorvaba, menospreciando su naturaleza divina de hombre omnipotente. Entonces reptó por un buen tiempo, dando con los pies coletazos a cualquier objeto que lo incomodaba; al final, cuando se satisfizo, una calcomanía fosforescente se sobrepuso a su vista. En la pared brillaba una figurilla de un hombre con los cabellos arresortados. En ese instante, mirando aquel pega-pega, quedó sugestionado por un ambiente premonitorio, no supo explicárselo, y eso era por lo demás, otro peso para su angustiosa náusea. Se arrastró hacia una columna con las pocas fuerzas de anciano póstumo, siguiendo a tientas el camino hacia su cama. De ese modo, apoyado en la pared, decayendo en cada segundo de caminata en el laberinto tan cerrado de su alcoba, fue cuando encontró una salvación: una descarga eléctrica de no sé cuántos voltios desde la punta de su nariz hasta las uñas de sus pies que lo dejó en el estado más dichoso que cualquier loco pudiese experimentar. Quedó tirado en el suelo frío con el dedo anular rostizado absorbiendo humo por entre los orificios de su nariz, y su cuerpo entero parecía una bolsa de gases tóxicos. Segundos después recuperó la conciencia –por llamarlo de alguna manera– y las tembladeras de su tronco y extremidades empezaron a darle lucidez. Siguió sacudiéndose el resto del tiempo, y no paró hasta cinco horas después, cuando su hija Flor de María le cerró los párpados que cobijaban sus ojos azules aún con vida, pero ya muertos.
Pudo doblegar a la desconexión con lo real. Trepando muros invisibles y sacando fuerzas de otra vida que según él llegó a vivir, logró ponerse como el homo, recto y desnudo; y así anduvo dando tumbos en los precipicios de lo lejano, de lo desconocido de su infinito universo. Sin estrellas, sino con cometas y eclipses, pasos fugaces y claridades oscuras. Quiso encontrar en aquellos laberintos mentales aquella casa familiar en donde se halló él mismo, riendo, donde gozó de libertar corriendo y saltando, tan inocente comiendo frutos y bebiendo limonada, o cuando se levantaba muy de mañana, absorbiendo la densa neblina de la capital que enrojecía su nariz, e iba al colegio llevando a su espalda una mole de esperanzas. ¿Pero qué pasaba?, ¿por dónde vagabundeaba toda esa vida traicionera? Ya no veía esos ojitos, estrellitas extintas, que le acariciaban tan profundamente y le dejaban a la postre, sin aliento. Era un mundo tan lejano. Persistió en rememorar aquel jardín de buenastardes y granada, donde creció sin ser visto por muchos años, y aquel caballo peludo que nunca se dejó montar y se quedó enano para siempre. Todo eso no aparecía, en ningún vericueto de su existencia, a lo más eran visiones acuáticas, borrosas, abstrusas.
Se dirigió al baño, encendió la luz más por costumbre que por ser necesario y otra vez, la dolorosa realidad, tan dolorosa que le hacía correr, y lo peor de todo era que no había a dónde: la realidad era todo, hasta la cueva de un ratón. Le violentaba que todo esté quieto y él sea el único aturdido como si su desgracia no fuera suficiente; se espantaba de ver la jabonera estática, con un charquito de agua blanca. Púsose a analizar; era un jabón blanco y por lo tanto con sangre blanca. Un jabón simple, que me sirve para eliminar mis microbios y sacarme la grasa. Mientras lo uso se acaba. Intentó cogerlo con sus dedos flácidos, pero resbaló entre sus yemas y resultó volando. Era un insignificante jabón que cayó en las aguas malolientes del retrete. Advirtió que ya no tendría para lavarse, ¡había encontrado una salida a su confusión!, se olvidó por un momento de la existencia. ¿Cómo iba a lavarse? Introdujo con desesperación sus manos para recoger el jabón, y al hacerlo, se mostró compungido, el jabón estaba embadurnado. Sollozó por eso, lo acarició, le echó agua. "Pobre jabón", murmuraba; después con qué dicha vio traslucir el jabón hundido en el lavatorio, estaba arrepentido de su descuido: "¡Arrepentíos!, ¡Arrepentíos!" Recordó a Juan Bautista, ¡Arrepentíos!, sentía la vida en esa palabra, en cada resonancia de sus labios resecos y de sed: ¡Arrepentíos! Y con más estupor lanzó el jabón al water que salpicó en todo su amarillo cuerpo desechos humanos: "¡Arrepentíos, maldito infeliz!". Se encogió en un rincón, "Arrepentíos"; lloró, y su llanto fue como un coro de gatos que ven almas, como huérfano, así lo hizo, no por el jabón, sino porque en el fondo de todo, ese largo llanto era también por él. Siempre lloraba por él, por él y por nadie más.
Desconsolado, alzó el mentón de su enlagrimada. Empezó a inquirir todo el cuarto de baño, tan alejado de su vista no veía otra cosa más que papelotes con poemas escritos, donde Paz, Westphalen, Vallejo, como Neruda, Lorca y Garcilazo, se esforzaban inútilmente en alivianar su respiración. Nunca le agradó recitar pero siempre lo hacía, y ahora pensando en el vació iba deletreando cada verso buscando algo concreto, algo que le cerrara el paso de su fantasía. Y como antes, al leer, no leyó nada. Aunque quedó repitiendo, como atareado, un verso del Petrarca Español:
"Juntas estáis en la memoria mía."
Así estuvo durante tres horas y algo más, y aún seguiría si la vida no se le acercaba y le hubiese dicho: "Ya, hijo, tengo que seguir". De modo que sin alternativa, levantose como con baterías nuevas.
Ya con un poco de vida en los pies, corrió nuevamente hacia su habitación, pero antes se le vino una imagen harto común a sus pensamientos desde hacía muchísimos años. La imagen: una mujer. Era pálida y con una eterna tristeza. Llevaba un libro negro entre las manos: "Un libro de luto". Pensó. Como lo había pensado la noche pasada en uno de sus sueños asfixiantes.
"Un libro de luto", murmuró, "Un libro quemado".
Medio giboso fue hacia su cama, in púribus; fue tan dificultosamente que sus articulaciones cloqueaban y parecía un robot pronto a desternillarse. Se puso los pantalones. Lo hizo mal porque la bragueta lo tenía en el culo: "Qué carajo, yo soy Carrot". Se puso un sacón que le llegaba a rozar los botines de lona; fue entonces cuando se acordó de su amigo, el Ínclito Gigante de las Letras Sarcásticas, él se lo había regalado, sin motivo alguno, junto con una nota extraña un día antes de ser encontrado en un pozo, degollado y tan exangüe que su piel parecía un papel remojado. En la nota, con una escritura que no parecía la del amigo, decía: Para mi amigo Carrot, para que se sienta grande. (PD: El día que me muera, tal vez tu también mueras en mí.) el hálito de la ultratumba ya se hubo de percibir en ese entonces. Carrot se dirigió a la salida, atosigado, queriendo desembarazarse de la opresión de su cuarto y de sus recuerdos, de su pedante soledad.
Al abrir la puerta con empeño, se encontró con una mañana ploma, fría, cubierta de niebla. Y por ser mañana, muy somnolienta, no esperó encontrar a tanta gente que se cruzaban tan indiferentes al paso. Algunos parecían que formaban una fila, dando a su peregrinación una expresión de angustia; parecían devotos dirigiéndose al Gran Templo de Jerusalén con mucha soberbia, cada uno por su lado aunque estuviesen tan unidos. Esto asustaba a Carrot, sus aspectos en recelo daba la imagen de un suceso límite, de una tensión pronta a la hecatombe. Y el se encontraba en medio de todo eso, entre el bien y el mal, el miedo y la valentía y la conturbación. Predominaba más el miedo, porque al ver a la gente no le era posible evitar el pavor debajo de su piel como algo duro y terrible; sentíase como una pluma en medio de toros de lidia que iban a la carrera hacia el infinito. Mas esas personas no reparaban la presencia del viejo ensaconado, aquel que se escondía tras sus brazos e iba por las paredes entre tambaleo y enajenación.
"Rumores escucho de la nada". Quedó impávido; aquella frase parecía una revelación de la esencia de las esencias, de lo más puro y sublime. ¿Por qué lo dijo? ¿Y por qué no seguía su camino? Un verso suyo sobresalía a todo, a todo hombre, a todo instinto. Se detuvo en el recodo de la plazoleta, y vio con escepticismo el panorama que formaban las personas y el paisaje. Luego a él. ¡Qué desolación! ¡Qué indiferencia! Corrió hacia el paradero del ómnibus, la calvicie le hacía temblar más. Las personas se apartaban del camino: "Cuidado, ahí viene un loco", decían.
En el paradero detúvose. No se acordó si había enseñado el índice para que el ómnibus morado se pusiera en su frente y esperara que subiese. Tal vez el micro sabía que él ingresaría, se sentaría y bajaría en un destino ya profetizado, como la vida de todos los hombres. Recostado en el último asiento del ómnibus, su percepción no daba cuenta del chofer. Eran las primeras horas de la mañana; ahora una estrepitosa lluvia empezaba a asolar las calles. Unos cuantos seres sentados en el micro parecían que musitaban una canción de silencio. El viejo Carrot seguía temblando, ahora más, por el punzante frío. Empezó evocando los años cincuenta. Pensando en lo de siempre aunque de una forma variada. Todas las imágenes eran dispersas, sin contenido claro, pero sabía que era lo mismo porque terminaba llorando como siempre: sin saber por qué.
Un niño con cara de anciano subió al transporte tiritando, con una bolsita de caramelos. Y Carrot terco en rememorar a su Rosa Flor, a ella leyendo el libro de luto, en que su Rosa Flor le fustigaba con muecas obscenas y le imprimía despedidas irrisorias. Como cuando escuchaba el tectec de la máquina de escribir, los ojos de Rosa Flor latían de odio en su memoria (solía decir resignado que él era el único ser en la tierra que no estaba dotado para el olvido). "Si tiene un huequito en la muela, te lo tapa; si no lo tiene, te lo hace un huequito", decía el muchacho desarropado y sucio ofreciendo golosinas. Algo oprimió el corazón de Carrot que bajó del micro sin pagar y en pleno movimiento, dolido por una incertidumbre de la cual debería escaparse. Mucha gente se oponía a su paso mientras corría escapando. Miraba atrás, recorría toda la zona, cruzando calles y avenidas, perdiéndose en pasajes y ocultándose bajo árboles frondosos, hasta llegar a un interminable callejón. Se detuvo exhausto frente a una pared, a su espalda, una silueta.
-¿Y, viejo? –pronunció los labios de la silueta.
-No lo traje, hombre... Mañana sí.
-Mira cocho del demonio, a mi no me la haces: ¡O me pagas o se muere!
-Espera, Alcino, no te apures; te doy un adelanto.
El hombre sonríe, se acerca todavía oculto entres su vestimenta. Después de examinar a Carrot de pies a cabeza, lanza una carcajada.
Recibió unos billetes (los recibió uno por uno, con la paciencia de un cobrador feliz), se dio la espalda y camino hacia la calle principal. "Otra cosa -concluyó riendo-, ya déjese de temblar, viejo".
Carrot se encerró en su psiquismo, en sus fantasmas, en su delirio: "Ya lo estoy pagando Rosa Flor". Y ella otra vez, en el espacio, con su libro de luto, con el odio en sus ojos. El sacón le empezaba a empujar al suelo como si los bolsillos estuviesen rellenos de plomo; y otra vez, y otra vez, el maldito tren que no traía a nadie, su jardín de granadas y su casa con estrellas extintas, tan extintas en el pensamiento y en el corazón. Desvalido el pobre hombre, se apoyó en un muro, en ese muro, una piedra.
Entonces, con el espíritu de aquellos guerreros que luchaban en Troya creídos de un dios protector, fue corriendo tras Alcino, lo tomó del hombro y antes de terminar de decir "Sí, Alcino, ya estoy viejo", le partió el cráneo con tanta furia que su mano rozó con alegría unas materias espumosas, como una batalla ganada con el corazón del enemigo. "Me estás haciendo viejo", dijo, cuando la certeza de que había recuperado la fe apagó la bulla de sus oídos y sintió su respiración, cesante y luminosa.
Desde ahí comprendió algo tan complicado a su filosofía.
Al fin creyó comprender que su vida estaba por terminar, y que la naturaleza estaba escribiendo sus pasos en el tiempo y en el espacio que venía y pasaba. Recordó entonces el presagio del niño que vendía sus golosinas: "Si tiene un huequito en la muela, te lo tapa; sino lo tiene, te lo hace un huequito". Entendió feliz que ya había tapado el hueco, del dolor de muela que lo azotaba hace treinta años.
Su recorrido era ahora con destino a la casa de Rosa Flor, y en ese tramo, trató de encontrar una señal en cada persona, cada decir, cada forma. Algo que dijera que su vida iba a ser así. De ese modo supo que Rosa Flor estaba esperándolo desde la madrugada en el balcón de su casa, cuando una bolita de nieve acarició gélidamente su mejilla, divisó hacia arriba y vio que una niña de rostro pálido le sonreía al verlo, desde el balcón. Fue la imagen de un auto negro con un ataúd dentro lo que propició un estado de éxtasis, porque las conjeturas de sus barruntadas iban cumpliéndose como si los secretos de la vida ya hubiesen sido elucidados. Recordó el fuerte olor arsenical y lo asoció con las axilas de su abuelo. La calcomanía del encrespado con la electrocutada; como el arrepentíos relacionado con su posteriori crimen; y sus "Juntas estáis en la memoria mía" con el latente recuerdo de su Rosa Flor y su literatura, su infancia y todo. Con aquella exaltación iba corriendo hacia la casa de Rosa Flor, su dulce Rosa Flor, sentía y lo sabía que ella no sólo lo estaba esperando desde la madrugada, sino desde hace más de cincuenta años atrás. Y en esas correrías andaba, cuando unos borrachos le pasaron la voz: "Oye mi amigo, ¿ya vienes?" Él entonces respondía: "No, ya me voy". Y los borrachos: "Entonces, te esperamos". "Bien". E iba cansado, temblando, cloqueando y pensando en Rosa Flor. Cruzó la plaza principal. Bordeó el río sin agua y sólo el ánimo le ayudaba a subir la escarpada de un cerro adornado con viviendas. Pasó por recovecos, y en uno de esos, estaba la casa abandonada; la que sería la más antigua y la más señorial. Con paredes de madera que llegaban al cielo y ventanas sin cristales, hermética por donde se la quisiese mirar, pronto a derrumbarse. Y arriba, estaba ahí, carcomido por la polilla, petrificado por el tiempo: el balcón.
La alegría no se hizo esperar, mirando en estragos el lugar de su felicidad, donde vivió su Rosa Flor. No supo cómo saltar, cómo mover sus brazos, porque ya no eran suyos. Se sentía libre con los ojos, pero a su decrépita fisonomía la sujetaban vapores terrenales. Sin embargo, eso no logró impedir que Carrot experimente una felicidad tan extrañada. Ya no le dolía el cuello, ya nada.
Unos pasos atrás, escondidos entre arbustos, unos ojos cenicientos miraban a Carrot que temblaba y en la cara tenía una gigantesca sonrisa. Se acercó un poco más, y vio muy de cerca aquella traza de buitre hambriento del anciano alucinado frente a la casa; contuvo su corazón: "No puede ser", Se dijo con una premonitoria alegría.
Carrot, "Mi Rosa Flor, ¿estás ahí?" Las ruinas los hizo palacio, adornó el balcón con rosales, y donde no estaba Rosa Flor, puso el cuerpo de ella a los veinte años, pálida y hermosa. "Ya vine, mi Rosa Flor". Su felicidad aumentaba los adornos de la casa y el ambiente. Las calle orinadas exhalaban ahora un aroma floral, crecían árboles de la nada y le cielo esclarecía su celeste. "¿Rosa Flor, no te alegras?" Y, a cambio, encontraba en ella la más completa soledad. No le respondía, no le miraba, no le hablaba. Su blancura se manchaba, sus ojos iban hundiéndose: ella desaparecía con una imagen putrefacta. "¿Rosa Flor?, no te vayas", Carrot viendo el balcón. Todo empezó a dar vuelta, se ennegrecieron las nubes, la tierra olía a establo y todo era horrible. Circundó la vista; regresó al balcón y estaba como siempre lo estuvo, empolillado, con huecos, con nada de su amor. Se sintió terrenal como antes, y luchaba contra eso: "¡Rosa Flor!". El canto de un búho le dio la respuesta: "En este día, empieza mi noche". Cuando siguió llamando a gritos "Rosa Flor", "Tu hija ya está a salvo", "¿Dónde estás?", y no encontraba nada más que el silencio. El balcón se pudría más a su vista: "Rosa Flor", "¡Ojos de perro azul!", "¡Arrepentíos!", "¿Dónde has de andar?", cuando cedió a todo.
Desplomado en el centro de la calle, sin presente ni futuro. ¿Acaso la vida necesitaba del presente? El pasado era su tortura, y no podía desaparecer de su historia, una historia que le hacía padecer. Miraba las nubes plomas, ya la lluvia había cesado. Iba a dormir, cuando una mano tibia encrespó su rostro. Escuchó una voz carrasposa: "Mírame". Carrot parpadeó para verlo:
-Otra profecía –dijo.
-Sigues siendo el mismo loco de toda la vida –le respondió otro viejo menos desamparado que él.
El hombre acarició los cabellos de Carrot como un hermano mayor, viendo la miseria total del otro.
-Toma esto – le ofreció una botella-. ¿Por qué has vuelo a este lugar?
-Aquí nací y aquí moriré -respondió Carrot con esfuerzo.
-Por eso no fuiste un escritor con fama: tú eres un loco de verdad, y el resto sólo se hace.
-¿Has visto a mi Rosa Flor?
-Que Dios me guarde, que todavía estoy en edad –repuso el amigo, sacudiéndose de algo que significaba malagüero.
-En edad de morirte.
Se miraron con espanto, luego, se abrazaron. Fueron bajando el cerro. Era todavía muy de mañana y el barrio lleno de traficantes y rateros, recién vivía el mediodía.
-Ten cuidado que te anda buscando tu yerno.
-Carrot, tranquilo y orgulloso de aquello, respondió: "A ese hijo de perra ya lo maté".
-¡Santo Dios! –el amigo aterrorizado-: mejor sigamos bebiendo. Levantaron la botella, ambos parafrasearon: "Ésta es mi sangre, la que me da la vida". Se detuvieron. Carrot prosiguió:
-Esta es mi sangre, que me lleva al calvario -Carrot sintió pasar un viento frío. Miró con lástima a su amigo de la infancia, y logró evitar otro decaimiento.
Los ojos del amigo estaban aguados, sumidos en el recuerdo. Una premonitoria muerte del amigo Carrot dio cabida para que una gota de agua salada resbalara por sus labios.
-Tú fuiste el único que me creyó cuando amaba a Rosa Flor, mi hermano.
-Ya déjate de sufrir Benjamín, ya pasó mucho tiempo de aquello, ya todos lo han olvidado. Ahí tienes a tu hija: ¡Vive por ella! Su muerte no fue tu culpa.
-Sí, sufro por eso. Ella no hubiese muerto, sino yo.
-Ya viejo ¡Cállate! –suspiró, luego precisó sus ojos en toda la humanidad de Benjamín Carrot y compadecido dijo-: Lo único que caga al hombre es el amor.
Ya estaban a orillas del río, en el preciso momento que veían cómo dos ratas se correteaban por un pedazo de basura. Los dos viejos lloraban porque sabía que lo inevitable no valdría contrarrestar. Sólo quedaba el sufrir. Carrot ya no tenía fuerzas para soportar tanto dolor, había sido feliz viendo su muerte próxima, y no esperaba nada, ni otra cosa de este mundo. En ese instante en que recordaba imágenes de un pasado inexistente, cuando veía a su abuelo bajar del tren trayendo sus chocolates para empalagarlo, cuando veía los ojos de su familia que florecían en la oscuridad y eran más rutilantes que el mismo sol y más placenteros porque se los podía mirar, y le decían "te queremos", cuando veía el jardín de su niñez y gozaba montando a su caballo que muchos lo llamaban perro. Estaba en aquellos pensares cuando rompió la botella y de un tajazo en la yugular (dándose tiempo aún para recordar la frase de su amigo escritor: "El día que me muera, tal vez tu también mueras en mí ") se quitó la muerte y vivió eternamente al lado de su Rosa Flor como hace dos mil años Jesucristo lo previó.

(2001)




La viuda y el Can (cuento)

LA VIUDA Y EL CAN








Fueron esos días de soledad exasperante, cuando los efluvios del sofá le recordaban a la última persona que lo ocupó; el recuerdo de su cara se le venía zigzageante a la memoria de Liliana, la viuda del coronel.
Aquella mañana cuando se encontraba zurciendo la chompa de Betún, su perro consejero de miradas y cómplice en sus noches de albedrío, llamaron a la puerta, y sin que nadie pueda abrir en el día dominical, se apresuró en atender. Nunca pudo imaginar que fuesen los mismos ojos inocentes y extraviados de aquel mozuelo, como ella misma lo llamaría en muchas noches de excitación a la luz de sus ensueños; el mismo cuerpecito de piel suave y alabastrino que le hacían recordar sus amores de niña, cuando en sus juegos de engaño y confusión y además desilusión, veía a sus pretendientes mirando el infinito del pensamiento al esperar el resultado de su cortejo ineficaz; era la misma pose del muchacho que ella recordaba en su adolescencia a los jovencitos cuando la esperaban en la vereda de su casa, bien perfumados, bien peinados y muy babosos. Por una momento le invadió un torrencial de vida, se sentía nuevamente tan inocente como cuando tenía catorce años. Pero luego, brutalmente, se acordaba de su boda, de su hija, de su viudez, de la realidad y le inundaba una y otra vez toda esa pesadumbre pegajosa que le impedía sentirse joven.
"Buenas, señora", saludó Alejandro muy quedo. La viuda de Rada le entregó una mirada de cortesía.
"Hola muchacho. ¿Cómo está tu mamá? Pasa."
El joven ingresó lentamente mirando otra vez el lugar donde estuvo hace dos semanas, junto a su madre, visitando a la dueña. Aquella vez sólo se la pasó escuchando aburrido los comentarios de las señoras que se conocían desde que sus maridos ingresaron a la Escuela de Oficiales de la PNP. Ellas muy seguras de sí acordaban reuniones. El lujo de sus voces traspasaban a los oídos de Alejandro como ridiculeces de seriedad; para él, lo que hablaban su madre y la señora Liliana eran puro formalismos innecesarios que no tenían nada que ver con sus cargos de madres, para su mamá, y las de viudas sin esperanzas, para Liliana.
"Bien -respondió Alejandro con referente a su madre-, gracias."
Pero el motivo de su visita era menos importante de lo que realmente quería. Entregarle una revista de modas de parte de su mamá, fue el pretexto que se buscó para poder ver una vez más, la segunda, a la persona que pudiera dar solución a sus interrogantes actitudes -¿pero, por qué ella? Esa certidumbre, esa necesidad cosquillosa de verificar algo nació con la primera visita cuando en un instante, las chácharas secas de las señoras, cambiaron a un tema primordial para su vanidad. Escuchó decir a Liliana que su hija estaba ya en la universidad, que todavía no tenía enamorado porque la muy orgullosa era bastante singular en sus gustos; odiaba a los hombres que se creían machos pero más parecían ovejitas sollozantes al lado suyo, y concluyó diciendo que si viera a tu hijo, estoy segura de que ella sería la ovejita. Comenzaron a reírse, entendiéndolo como solamente un cumplido, y no como una realidad. No obstante, Alejandro que era un muchacho dotado de gracia física y de unos ojos que inspiraban confianza y rigidez, igual a los de su padre, no dejaba de ser un niño, para las señoras por supuesto; apenas estaba por culminar el colegio y comenzábale a florecer unos pelillos en el mentón. Pero a él se le vino todo el cielo a su altura y vio a la señora Liliana viuda de Rada, de unos ojos verdes, no como la anciana que en un tiempo consideraba así a todas las amigas de su madre, sino como una chica-grande, tuvo la sensación, algo como extrema hipótesis, de que la amiga de su mamá se esforzaba en mirarlo o figurarlo como un hombre bien maduro, no como el mozalbete de dieciséis años, que ni siquiera podría ser el enamorado de su hija, o bien sería su hijo. Se equivocó en eso, porque Liliana sólo miraba a Alejandro con sustancia de envidia a la madre por el hijo que ella nunca tuvo, y muchos más por ser el hijo tan atractivo como su padre. Después de la visita con su madre, Alejandro estuvo recordando en todo el camino de regreso a la señora Liliana. Recordaba haber visto sus pechos pecosos cuando en un momento de la reunión se le había caído la cuchara de la taza en donde tomaba su café y se agachó, fue ahí que los vio, vio las dos montañitas no tan firmes como los anhelaba; pero notó un misterio de seducción que lo instó a imaginarse miles de cosas, sin embargo todo fue tan fugaz que se quedó con la ansiedad de querer verlos a flor de piel en un baño sin restricciones. Recordaba su mirada de hembra herida, con los ojos bien abiertos y latían como los latidos del corazón. Y siguió recordándola todo el resto de los días y, mientras los recuerdos eran más intensos, su vida se desbarrancaba en un mar de indecisiones, de día y de noche se confundía con una existencia monótona, hasta que no soportó la ingravidez, no quiso seguir en sus dudas y decidiendo dejar libre a cualquier impulso, fue a verla.
"Solo vengo para entregarle esta revista de parte de mi mamá", dijo muy nervioso.
"Oh, ¡qué maravilla!" -se alegró Liliana-, tu madre siempre tan buena."
La señora se quedó oteando la revista y él no cesaba de respirar rápido. Trató de interesarse en ver la cantidad de perritos de cera en la biblioteca, pero ni eso le sacaba del nerviosismo. Quería invitarla a salir como un gran caballero, quería decirle "tú", quería comportarse como su padre, y así intentar decirle que se quedaran a conversar sobre sus vidas, tal vez sobre su amor; intentar tratarla con igualdad, pero no se podía. Ella era una señora, nada contra eso.
"¿Te gustan los perros? -preguntó la dama viendo el interés del muchacho por los adornos-. Yo tengo uno, se llama Betún."
Cuando en el preciso momento, de un pequeño jardín, allá en el fondo, se oyeron unos ladridos feroces.
"Él es -continuó-, pero no es tan bravo."
Alejandro intentaba poner atención, pero no podía más. Doña Liliana más le seducía con su naturalidad, y a él más le parecía imposible, su naturaleza era inapropiada para sus fines.
"Disculpe señora, ya me tengo que ir", masculló Alejandro.
"¿Tan rápido? -se sorprendió Liliana, o quizá lo fingió- Bueno, gracias por el favor."
Lo acompañó a la entrada; Alejandro, que andaba a su espalda viendo cómo se ondeaba el vestido en su cuerpo pomposo, tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para no lanzarse contra ella. Quería que ella dijera algo, algo indirecto siquiera, algo que él necesitaba para seguir adelante. Pero Liliana se mantenía insondable.
Antes de cerrar la puerta, Alejandro tímido intentó despedirse dándole la mano; la mujer sin rodeos, con gran dominio, le dio un beso en la mejilla derecha. ¡Error! Fue un suceso descontrolado, porque percibió en aquella mejilla un olor helado que se introdujo en todo su cuerpo, en el pecho algo se estremecía. Ese aroma le llevó a rememorar hace casi veinte años, a un hombre, a uno que llegó a amar con todos sus impulsos. Se llamaba Alejandro Neyra; por cosas del destino, era el padre del muchacho. ¿Qué olor tan simbólico había experimentado? Era el perfume que ni los años lograban fermentar, era un olor al aire risueño, el aroma -según ella- de su poesía.
Cerró la puerta, pero antes le preguntó cuando va a regresar para que le devolviese la revista. Alejandro no tenía pensado hablar una palabra más; entonces titubeó y balbuciendo: "Cuando usted lo diga". El viernes en la noche le respondió Liliana.
Ella se quedó recostada de espaldas a la puerta con los ojos cerrados recordando cuando tenía veintiún años y había soñado casarse con Alejandro Neyra; siguió recordando, una retrospectiva dolorosa por el túnel del tiempo y entrevió el rostro de la madre de Alejandro chico, de veinte años, un rostro pálido, parecido al de Santa Rosa de Lima, un rostro bueno, que sin embargo cimentaban, engrandecían su amargura, y el rencor formó su rostro, apoyada en la puerta, malignamente. Y se fue corriendo a su dormitorio.
De regreso a casa, Alejandro estaba pesimistamente emocionado. La había vuelto a ver como semana antes lo ansiaba de tanto pensarla. Había sido feliz cerniendo cada movimiento maduro de ella, desde el juego de su lengua con el diente molar hasta el arreglar de su sostén fuera de su ropa. Sabía también, que lo que pensaba días antes, lo que sentía recordando a ella, había sido confirmado con la visita, le parecía y estaba seguro que ella era la mujer esperada y no aquellas muchachitas con sonrisitas de idiotitas que le perseguían a todo instante. Supo entonces, además, con lo probado aquel día, que todo era un absurdo. Se prometió que nadie iba a saber del porqué sangraba su corazón, sería traicionarla a los chismes de otros, no iba a permitir eso. Se prometió no luchar, no iba a luchar por algo que no se hizo para coger, era más que un imposible, era una irrealidad, algo etéreo. A pesar de ser liberal, la señora no le mostró interés, se decía ¿Acaso debería mostrar interés?, ¡claro que no! Todo esto es una tontería. Pasaban los días y no trataba de olvidarla. "Eres más feliz cuando das amor, que cuando recibes", recordaba haber leído en alguno de sus libros, no se acordaba en dónde; vivía como al leer una novela, nunca contradiciendo, emocionándose con cada relato -cada recuerdo- detrás de cada puerta. Riéndose sólo tras las paredes por las curiosidades que cada momento iba imaginándose. Construyéndose para así mismo la historia como él la quería, pero, siempre flotando sobre su cabeza, que nada era, era una novela, fantástica y nunca real. Así, a Liliana la llevo a otro mundo, donde solo él estaba como el gran marido. Poco a poco la imaginaba sin defectos, ya por ahí desaparecían unos bultitos, ya por ahí una naciente arruga se esfumaba. A Liliana se le endurecían los muslos y los pechos se le empinaban, tantos recuerdos y, ya ahora, estaba como una mujer de quince años, sólo para él. Era su chica-grande, la tenía siempre en sus sueños aunque medio cambiada, en cada segundo de sus pensamientos, en todos lados. Tanto era su alucinante profundización en el alma, que la supuesta armonía que encontraba en su determinación de no luchar por ella, se le iba de las manos, habían exageraciones y ocurrían saltos dialécticos que le hacían perder los estribos, desamordazaba a sus impulsos y, como sea, de todas formas, en exiguos segundos, hallábase con una solución. Cierta vez pensó que cuando ella le hablaba sentada en el sofá, cruzaba las piernas a propósito; esto era una señal, pero nunca dejaba de ser un pensamiento, una fantasía. Otras veces le daba la impresión al recordarla hablando, que su voz cambiaba en un sentido más pasional, ¿qué pasión habría en hablar con uno de dieciséis años?, se preguntaba, y terminaba olvidándose de sus esperanzas. Pero lo más razonable, fue un pensamiento que vivió con él hasta el día viernes, día en que volvería a verla. Ella le había preguntado cuando volvería por la revista. En primer lugar, Liliana y su madre pertenecían al grupo de las esposas de los oficiales de la policía. Entonces todo los martes se reunían en la casa de la señora Martínez, la esposa del Director General. Por eso fácilmente la revista hubiese sido devuelta en uno de esos martes. ¿Por qué le dijo que vuelva? Eso fue la soga en que estuvo colgado, la única posibilidad. Pero después, tampoco creía en esa posibilidad y volvía a su consumismo emocional llenándose de sus recuerdos fingidos y reales todas las horas, teniendo una esperanza reprimida, inconsciente, que tarde o temprano con el paso del tiempo, iba a olvidarse de todo. Pero eso no iba a suceder por lo menos tempranamente, él no trató de olvidarla, siempre ella, fantasma o real. No se imaginó que hace falta mucho más que una determinación para que uno pueda doblegar a sus pasiones.
No pensó volver a verla, lo único que sabía y se lo repetía mil veces, era que nadie iba a enterarse de sus cuitas por demás irrespetuosas para con una señora cabal. Porque en su criterio de joven adolescente y en el criterio general pensaba, no podría darse que una señora con modales -aunque raros- de clase elevada, con una casa cómoda para ella sola; con el orgullo de ser la viuda de un hombre valiente, enterrado como un héroe nacional por salvar a un niño en los interminables enfrentamientos con le terrorismo; con una hija mayor que él; con sirvientes mayores que él a quienes trataba como cualquier mendigo -según contaba su madre-, con un perro inmenso que se orinaba en la sala, pero no permitía ni una otra gota si quiera de agua que cayera en sus alfombras o en sus muebles como negligencia de alguna empleada; que en fin era muy alta para cualquier promedio, nunca iba a fijarse en un niño, que a parte de la ética social y la prominencia de la mujer, no era adulto y además, algo más grave: no tenía plata. Como suele suceder en algunos casos, no se ve el fondo del asunto; no se percató que esa mujer, con sus adornadas distinciones, era también una mujer, claro un poco mayor, pero mujer ¡y bien conservada! Mujer que siente acaso las cosquillas en la zona más cuidada. Una señora que no tenía a nadie que la restringiera a sus actos, a no más que el luto de hace dos años. Una mujer que todavía no era una vieja resignada ni tampoco era una adulta en sus fantasías, donde a veces se le escapaban las travesuras de muchacha. Era una mujer que era libre a las casi cuatro décadas, edad en que cualquiera sufre las nostalgias de su juventud y, otras, hasta se aferran a ella.
Liliana, en los días que siguieron a la visita del mozuelo, estuvo un poco confusa con la relación a sus pensamientos. De pronto, sintió como si fuese el Alejandro hijo, el Alejandro padre. No notó la diferencia en nada. Quiso mil veces entender que era una ansiedad de ella esta apariencia, por lo tanto necesitaba contrarrestarla, pero cada vez más el padre se le acercaba con un fervor no sentido desde que se inició todo. Ya no sólo eran recuerdos displacenteros como comúnmente lo denominaba al recordarlo tratando de reprimir su amor, sino que brotaba, no sabía de dónde ese deseo antagónico con él. Se acordaba como hace casi dos década ella estaba en un auto, junto con la persona que después sería su esposo, cuando aparece Alejandro Neyra embellecido y encantador, tan joven; recordaba que esa vez fue el primer día que lo vio. Luego suplantó al padre y puso al hijo en ese acto. Ahora Alejandrito bajaba de la vereda y se acercaba al auto con el uniforme de cadete de su padre. Y eso la confundía. "Eres muy bella", en su adentro oía la voz gruesa y con clase de Alejandro Neyra, y muy clara que parecía pulida por el tiempo. "¡Reverendo imbécil! -ella pensaba en voz alta-, entonces por qué te casaste con la mosca muerta de Verónica." Recordaba las noches de cine en que salían en pareja los cuatro; los dos cadetes con sus parejas, las señoritas limeñas, una de las pocas limeñas natas que quedaban. En la oscuridad de la sala de cine, mientras tomaba la mano del novio, Liliana osó una vez por impulsos más fuertes que los controlables a rozar la pierna de Alejandro, sentada entre ella y Verónica, y lo sintió por primera vez que estaba nervioso. Le temblaba las piernas y por algo que ella hacía, se sintió dominadora de todo sus actos, lo sintió en sus manos. Después vendría la maldita boda de la persona que se había convertido en una panacea utópica a su vida y luego la carta que mandó. El odio recrudecía, se enrojecía en el pasado. Desde allí odió a Verónica de Neyra, maldijo su vida y todo lo que sea de ella. Paralelamente, el amor también formaba parte de su vida, por eso tuvo que soportar todo el escozor que le ocasionaba la otra aceptando por último ser su amiga, desde entonces jugó siempre a la inseparable e íntima amiga. "Carajo, ser amiga de esta tarada para poder ver al otro tarado." Se decía la mayor de las veces que hablaba con Verónica.
El día viernes lo sintió Alejandro como el despertar de un sueño pesado. "Alejandro -le dijo su madre-, no te olvides de ir a la casa de Lili para que te devuelva la revista." "¿Qué?", ¿no era lo más lógico que ella misma lo hubiera recogido en sus reuniones?, pensaba. "¿Sabes qué me ha dicho?", le decía su madre un poco sonriente fuera del cuarto del hijo, "va intentar presentarte a su hija", casi se rompe la cabeza en el cajón del ropero al escuchar la noticia. "¿La hija?" "No te hagas, si yo me di cuenta del interés que pones en ir a casa, ¿por qué crees que te di la revista?", le dijo su madre a manera de confesión.
Por un momento le molestó que ella creyese aquella noción y más al escuchar que Liliana se había puesto de alcahueta para promocionar a la hija. Eso demostraba que no le importaba en nada. Pero después se alegró porque así nadie se daría cuenta en los más remoto sobre las intenciones que se traía aunque ya desechas: ¿desechas...? fue tras la viuda.
Al salir de su colegio, estaba emocionado por lo que le había pasado y porque ya faltaban pocas horas para ver nuevamente a Liliana. En el colegio, a la hora del recreo, una alumna de tercero había gritado frente a todos "¡Alejandro, te amo!", poniendo celosos a todos. A los sinsuerte de sus amigos no les quedó de otra que tratarlo como un dios. Estaba con un ánimo omnipotente. Llegó a la casa de Liliana. Estaba ahí por tercera vez.
Quedó desconcertado ante lo que encontró. Ansiaba estar a solas con ella como el domingo pasado y lo que encontraba era un par de cholitas bien coloradotas vestidas con uniformes de sirvientas, que pasaban a cada rato por la sala para mirarlo y darle unas guiñaditas. Eso ennobleció a la señora, porque se sentía la dueña de un hombre al quien otras lo deseaban. Quiso siempre eso con Alejandro Neyra, soñaba estar casada con él y andar de su brazo para que vean que tenía el marido más pintón de todas las esposas. "Pero la idiota de Veró tenía que meterse". A Alejandro hijo se le vino la altilocuencia y con el permiso de la señora por supuesto, se quedó casi hasta la media noche hablándole de sus niñerías enseriadas por el relator.
"Mi hija no va ha venir", dijo la viudad de Rada, fingiendo culpabilidad de algo. Alejandro, con el valor de aquellos gilerazos denodados le replicó: "Yo vine por usted". Ella no se molestó, no dijo ni pío, y se desembrolló hablando imparable de varios temas, de perros, de trabajos sociales, de reuniones en la organización, de su madre, de su padre -que por curiosidad lo trataba del Can. "¿El Can?", se sorprendió Alejandro. "Sí... ¿no lo sabías?, así le decían", aclaraba ella.
Tras tres horas de conversación sin cohibiciones, ya se habían dicho al principio que se tratarían de tú a tú, cuando Alejandro se sobrevenía de atenciones y distinciones respetuosas. La sola razón que dio ella a la pregunta de Alejandro al decir por qué habla hasta de sus cosas personales hasta con un mocoso, ella respondía: "Tú ya eres un joven, y los jóvenes deben ser tratados como adultos para que sepan resolver problemas ulteriores". "¿Ulteriores?", se preguntaba el adolescente, ¿será algo de sexo? Bueno era una charla vista desde otro rincón como de dos adolescentes que se conocían para ser enamorados. "La señora es una descarada -bisbiseaban las sirvientas-, es casi un niño."
En una parte del diálogo, Alejandro vio algo raro en la manera de expresarse de su escondida amada. Notaba algo de mórbido en su gesticulación. Era algo lujurioso el mover de sus labios; y su mirada, su mirada devoraba con su intensidad. Más le dejó sorprendido cuando ella le preguntó "¿Y tú cuantas al hilo con tus enamoradas?", él se quedo perplejo, ¿a qué se refería? ¿No creo a lo de la cama. "¿Al hilo?", le preguntó. Ella estaba con una mano en sus labios tratando de ocultar la risa con mirada pícara. Pero antes que le respondiera él se impuso, "Tres, cuatro, y de vez en cuando cinco: depende", respondió indiscreto. Desde entonces se abrió entre ellos una puerta más. Ya la puerta de la confianza estaba tomada, la de lo sexual, la de lo íntimo se venía con muchas promesas. Así que después de inventarse varias historias de su vida sexual, como que era un tirador de los mil demonios, ¡y las poses que se sabía según él¡, escogía cualquier animal y le anteponía "pose", de esa manera iba naciendo la pose del cangrejo, la del orangután, la del cuy, y se daba maña para explicar cómo era cada una; después de decir que todas las noches se metía al cuarto de la empleada y la hacía chillar como carnero degollado, y que armaba unos desbandes gomorríticos con sus amigos, ambos al culminar, quedaban en silencio como descansando del libertinaje de sus diálogos, y sólo una sonrisa animaba al joven a seguir con sus cuentos pensando divertir y no aburrir a su acompañante que sin hacerse notar estaba que le ardía el vientre con tantas historias.
Esa madrugada pensó en Alejandro. "Mozuelo lindo", se dijo, por un momento pensó estar feliz con esa nueva liberalidad que se le antojaba, se imaginaba escenas por demás libidinosas junto al muchacho, exprimiéndose de tantas alucinaciones. Pero luego fruncía el entrecejo y miraba mentalmente el rostro de Verónica, el cuerpo santificado de Verónica entre una ventisca protegiendo y abrazando a su hijo. "No, señora, tengo que hacerte sufrir", moviendo la cabeza negativamente como condenando a alguien.
Después de la noche del viernes, Alejandro siguió concurriendo a pedido de la dama los días siguientes. Le invitaba a tomar lonche y si se quedaba hasta muy tarde le servía la cena. Se fue convirtiendo así, sin querer en un invitado perpetuo. Se quedaba hasta alta horas de la noche departiendo todo tópico y, en especial, afines a lo sexual. Escondíanse de las sirvientas en algunos aposentos inhabitados de la casa como travesuras de niños, jugaban a ser dos hermanitos viviendo en una casa inmensa donde moraban dos brujas, las sirvientas. Éstas, desairadas por el adolescente, le negaron toda solicitud tan sólo poniendo los ojos austeros y mirándolo con mala cara decían para ella "Vete con la vieja y no jodas". Una de esas noches la hija independizada fue a visitar a su madre. Le sorprendió la manera de cómo trataba al visitante, parecían marido y mujer se decía la hija. Carla veía al chico con signos de superioridad, con la arrogancia de la mayoría de años; ella tenía diecinueve. Por eso en la cena que tuvieron los tres, tantos los comentarios como el silencio los sofocaba . De alguna manera Liliana trataba de crear una armonía fraternal entre Alejandro y Carla que por lo mostrado en sus frases cruzadas y el disgusto de sus muecas se diría que se empezaban a odiar, Carla le decía "Chibolo" a cada momento, siempre y cuando Alejandro trataba a su madre de tú, irrumpía con comentarios directos tratando de ridiculizar a Alejandro hablando del colegio como cosas de niños, de las fiestas de chibolos, de la necesidad de la mamita, y exasperaba tanto a Alejandro que se había creído hombre maduro por la confianza dada por Liliana, como también a ella, porque la hija destruía todo el engaño que se había creado tratando de creer que Alejandro Neyra, el adulto, el padre, era el adolescente que tenía en frente. Aunque después de todo, Alejandro no negaba que Carla estaba como uno quiere, si hubiera sido más materialista fácilmente cambiaba a la madre por ese par de muslos esbeltos y largos, "También con los pantaloncitos que se traía", esa cadera cómo se habría después del delgadito trecho de su cintura de nata. De rato en rato también se molestaba consigo mismo al descubrirse de pronto mirando el cuerpo de Carla, como diluyéndose ante la enemiga. "Esta Carla está buenaza. No. ¡Qué digo!, su mamá está mejor. Lili va a ser mía. No voltees. ¡No!", pensaba en plena cena mientras la hija lo atiborraba de desprecios. "Creo que esta celosa la pobre, seguía pensando. Piña pues, pa'qué llega tarde."
La Mamá de Verónica había sido engañada por el hijo y sospechosamente por la misma Liliana. "¿Qué tal te va con la hija?", le preguntaba a su madre como cómplice. Él se quedaba compadecido y divertido frente a su madre; pero no sabes, mami, tu amiga ya cae. Una noche, después de tres semanas de visita, ambos estaban solos en la sala. Era un domingo. Nunca antes Alejandro se atrevió acercársele tanto a la señora y tampoco a ninguna otra muchacha de su edad, no soportaba el clímax de nerviosismo cuando alguna mujer se le apegaba a propósito. Sin embargo ese día, pudo aguantar con muchas agallas que ella se sentara a su lado para que le contara historias de terror adquiridas en su estancia en Huaraz. Se creó un ambiente propicio para el miedo que por puro instinto ambas manos se rozaron en la penumbra de la sala; no se miraron a los ojos, sino, se quedaron callados, apretujándose los dedos húmedos y sintiendo todas esas reacciones raras y excitantes que se causan dos cuerpos atrayentes y se forma en el espacio, en un cuarto, las cuatro letras: amor. Eso parecía, amor. Alejandro había cerrado los ojos y en la espesura de su felicidad estaba terminando de tramar su próximo movimiento cuando tuvo la sensación de haber sido aplastado por un lobo inmenso.
"¡Fuera Betún! Oh... no...", daba unos alaridos cariñosos la viuda. "¡Oh Betún!"
Votando adornos, empujando puertas con tropelía había ingresado el perro, tumbando la lámpara poseído por una furia infernal estaba encima de Alejandro, resonando la casa con sus ladridos. El animal y el hombre luchaban como jugando, una mezcla de sudor y baba entre los cuerpos.
Betún, después de unos segundos de lucha se fue a un lado mirando inocente cómo Liliana llevaba del brazo al adolescente. Sacando la lengua, sacudiendo el tupido pelaje oscuro.
Los siguió con pasos meditados.
"No es nada -decía Alejandro en brazos de la señora-, no te preocupes." Mientras recordaba el zarandeo, la oscuridad y el perro y el perro y la oscuridad.
"Pobrecito Mozuelo, te está saliendo sangre", le hablaba con amor.
La lucha no había sido ni diez segundos, pero para él había pasado mucho tiempo, estaba exhausto y atónito. Apareció tendido en una cama muy confortable, no había nadie. Después vio mejor y la señora estaba a su lado; sería el cuarto de ella, pensó. Liliana tenía en sus manos una cajita blanca pintada en su tapa una cruz roja, empezó a echarle alcohol en un rasguño, el único. Con la luz clarísima se pudo dar cuenta de lo inmenso que era Betún. El perro estaba en la puerta del dormitorio viéndolo -no sabía por qué tuvo la sensación de que el perro lo odiaba- con las orejas peludas empinadas muy chicas para su tremenda cabeza, no parecía un perro, un chancho quizá, un león, un gorila de cuatro parantes. El hocico negro, los ojos negros, el pelaje negro. ¿Qué raza habría sido? Un oso, eso, más parecía un oso con esas fornidas patas de elefante lo exageraba, cómo tronará el suelo con sus pasos.
"Bota a tu perro", le pedía a Liliana.
"No temas, no hace nada."
"¿Y por qué estoy en esta cama?", contestaba irónico Alejandro.
"No te conocía -una sonrisa-. ¡Betún! ¡Betún!", lo llamaba. Ahí venía fortachón el animal, subió con desenfado a la cama y empezó a lamer el rostro de Liliana, mientras ella lo acariciaba, tócalo le pedía al muchacho, es bien hermoso le insistía. El susto llevó a Alejandro a imaginar que era un caballo encima de la cama en donde él estaba echado. La viuda recorría el cuerpo del animal con método, la cabecita, la espalda, su colita, lo besaba y, ¡zas!, a los huevos, dos pelotas de tenis.
"Parecen peluches", le transmitió a Alejandro con la sonrisa en los labios.

Ya estaba por concretarse el nuevo día y Alejandro tuvo que regresar a casa apurado, no había hecho sus tareas. Estaba atrasado en el bimestre y se insinuaban reprobaciones en varios cursos. Menos mal que su padre estaba de viaje y su madre siempre paciente, confiaba en el hijo. Pero a Liliana no le contaba nada de eso por temor a que se suspendieran las visitas.
"Estoy bien", era lo único que decía.
Los siguientes días fueron de más calor. Cumplía con la rutina de siempre; regresaba del colegio olvidándose de sus amigos que se iban al parque a retozarse con las alumnas, tomaba el micro sin ver atrás a los que le llamaban y a los que pensaban "pa'mí que éste es homosexual". Llegaba a su casa, disimulaba calma y después de un rato mostrando desinterés a su salida, se despedía de su madre. "¿A dónde iría?", su madre cavilaba haciéndose la juguetona: "Mozandero éste, mi hijo". Liliana ya no se sorprendía al ver al muchacho en su puerta, ni se acordaba cómo eran los muchachos en su época. Alejandro siempre con los ojos rígidos, con sonrisa, con paroxismo. Pero ahora traía algo más, una decisión. Tengo que besarla, se daba ánimos, ahora es el momento. Pasaban las horas y ni agarraditas de mano. La mujer hable que te hable y no encontraba lo propicio: sensación, silencio, calentamientos, excitación y roces, eso era el fin. De tanto que conversaban de todo, de sexo hasta en los animales, él le confesó que su hija estaba muy bonita, e implícitamente pensaba en voz alta si sería virgen. "¡Qué!", dijo exaltada la viuda de Rada, nada más. Se supo calmar pronto. Se le iba, si su cuerpo no, su alma sí. Tuvo la sensación de que algo se le escapaba de las manos, el muchacho, su Alejandro, se le iba. En el fondo de todo, se puso celosa, no obstante, lo disimuló.
Una tarde Alejandro se escapó del colegio desesperado por verla, intentando darle un sorpresa, cuando vio en las empleadas algo de duda, no sabían qué hacer. Al ingresar encontró a Liliana hablando en la sala muy interesada con un señor de bigotes abultados. Se sintió incómodo ante la presencia del mayor Cáceres. Tuvo que protestar que traía un recado para la señora; y ya a un lado con Liliana, a solas, le preguntó mostrando furia qué hacía con ese tipo, lo que encontró en ella la indiferencia. Avergonzando ante la actitud ajena, la del marido celoso, no tuvo más que olvidar el percance. A los dos meses con el pretexto tramado por Alejandro, se apagaron las luces principales, dejando solamente la lámpara, para poderle enseñar un acto de brujería. Liliana entusiasmada porque otra vez le hacían recordar a sus años mozos, preparó todo. Adrede se tomaron de las manos, ellas se le echó en su hombro y empezó a soplar en el cuello del muchacho. Así quedaron toda la noche sin atreverse a consumar lo deseado días antes, la brujería quedó a un lado; hechizados ellos, analizaron el aire. Liliana quería absorberlo todo, se quedaba sin espacio. Alejandro, tranquilo o desesperado, no se sabía. Tenía a la mujer en sus brazos y no hacía nada. Escuchaba la respiración anhelosa de Liliana como si estuviese en el onanismo, qué le venía, qué pensaba, de todo, toditito. Ya no se podía esperar más.
En el domingo venidero, ahí lo había planeado todo con la cabeza fría. Golpeó la puerta con insistencia, ya se le escapaban los ánimos, ¡Liliana, apúrate! ¡Liliana, ábreme la puerta! Estaba envalentonado. La puerta se abrió, una luz radiante iluminaba el umbral, la noche estaba en su plenitud. La abrazó, si la violaba, ¡la violaba!, qué me importa. Comenzó a proferir frases sin sentido: ¡Que su madre no sabía nada! ¡Yo me escapaba! ¡Su chica-grande! ¡Qué rico soñaba con usted! ¡El perro lo detuvo! ¡Su reprobación! ¡Le decían papacito! Sí, Liliana. ¡Reprobado! ¿No sabes por qué? ¡Por ti!, ¡cómo, Liliana!, ¡sí, Liliana!, ¡con tu hija nada...!
Y la mujer: ¡Ya cállate mozuelo!
No sabías qué hacer, Alejandro, las lágrimas y los mocos te molestaban. Te calmaste, Alejandro. La tenía en sus brazos, apegó sus labios a su frente, se dirigió a sus orejas y ahí la modorra del amor, su respiración ávida. En Liliana, el cuerpo caliente y su espíritu frío. El calor de Alejandro la estremecía.
"Te amo Liliana", dijo. Un silencio eterno se produjo.

Estaba oculta entre sus cabellos siendo presionada por un mozallón que de la noche a la mañana mostraba todas las dotes de una persona hecha y derecha. Liliana cubierta por los brazos y por un huracán de sentimientos, escuchó como desde un hueco aquel "te amo" que se expandía en sus oídos.
"Oh, Alejandro... estuve esperando casi veinte años para que me dijeras eso”, respondió cerrando los ojos.
"¿Qué?", saliendo del frenesí, asustado y confundido.
"Nada", replicó Liliana abriendo bastante los ojos. Y hubo de ver a otro entonces. La rigidez de tu mirada, Alejandro, ¿dónde estaba? ¿Por qué estás cambiando, mi amor? En los ojos enlagrimados de Alejandro encontraba la mirada quebradiza y taciturna de Verónica. La veía a ella. A ella del brazo del hombre que amaba, a ella en brazos del hombre perfecto. A la mujer que le había arrebatado su felicidad, la que vio su humillación. Alejandro no eras. ¡No estabas! Empezó a reírse a grandes jajareos, su rostro era un puño ahora.
Los labios del mozuelo recorrían de la oreja a la mejillas y entraban a la boca. Todo era un reguero de luces y vientos, no sabían qué hacer. El uno buscaba armarse de más valor para besarla y lograr hacer el amor con ella, en su misma casa, en su misma habitación como una premonición de su vida; y la otra en sus dudas, en sus confusiones de si el hijo o el padre, de si el amor o el odio, en el hijo o la madre, en el olvido o en la venganza. La reminiscencia fatal de imprecaciones. Se oscurecía el alma, todo era abstruso. La sombra la vapuleaba, la revolcaba con escupitajos de recuerdos dolorosos: venganza, sí. Ya era la cúspide, el momento estaba maduro, era la hora. Se acordó cuando el mayor Cáceres intentó besarla después de haberse dejado conquistar; cuando el profesor Vera le apretaba del talle y se acercaban con su boca bembona; cuando el lechero Liberto con su olor a queso se iba contra ella; cuando el vecino la tomaba de la mechas y las orejas y se aprestaba a besarla; y ahora Alejandro. Sentía placer con eso momentos límites, para que luego, sin armas en su contra, botarlos como si fuese a palos. Despreciarlos después de haberles calentado la cabeza a cada uno, después de haber escuchado decir que la amaban como unos niños en la inopia, como locos, ilusionadísimos, para luego mandarlos al diablo: todo para tratar de cubrir el hondo desprecio que le hizo el comandante Alejandro Neyra. Para decirse a sí misma que ella rechazaba tan igual como él.
"¡Suéltame, mocoso!", dijo resuelta. "Mañana mismo le digo a tu madre lo que has tratado de hacer, muchacho irrespetuoso, ¡malcriado!"
"Pero."
No sabías qué decir Alejandro, qué hacer.
"¡Vete!", gritó la viuda con los ojos salidos, empecinada en seguir con su venganza. Sin embargo, otra fuerza la diluía, entonces volaba en su mente: Mi amor... No me hagas caso. Pero pasaba porque la mancha ennegrecida ahuyentaba toda paz, la dominaba, era el diablo, la venganza.
Vio que Alejandro no hacía caso, y se le acercaba nuevamente para pedirle lo que se merece en tantos días de felicidad. La calma otra vez: ¡Amor! Y ya estaba la mancha endureciendo su rostro; pero ahora, la mancha aparecía en carne, huesos y pelos. Sin ser llamado, dando feroces ladridos, apareció Betún. Que maldiciendo con su ladrido parecía decir: ¡Lárgate!
Se cerró la puerta, dejando en el aire algunos murmullos de Alejandro con inciertos sollozos. La viuda ingresó a su alcoba, vacía, sin nada en su interior. Nadie había en la casa, noche sin nada y con todo. Bajó el cierre de su vestido, se desató el cabello ondulado, puso sus pechos al aire libre. El fragor en su mente volvía, tenía calor. Abrió las ventanas, puro árboles, noche sin luna y con todo. Desenrolló su diminuta prenda interior por sus muslos pálidos. Ahora tendida en su lecho. Empezó a reírse, su mente vio burla ante los hombres. Ahora frotándose el cuerpo.
"¡Maldito Alejandro! ¡Ya no te amo! ¡Escúchalo! ¡Ya no te amo! ¡Te odio! ¡ Tu hijo que sufra, tu esposa que sufra por todo lo que me has hecho!", gritaba sola en la inmensa casa, y llegaba a escuchar el eco de su voz, casi sin aliento. Por un extraño viento, quiso llorar. Sus piernas, su vientre, sus senos, recorría sin detenerse.
La puerta se estrelló con la pared, el perro irrumpió como el Can, como el demonio. Sacando la lengua, moviendo la cola y ella desnuda; ahora en el piso al pie de la cama, de rodillas lo esperaba, cerrando los ojos y mirando en su memoria vacía los ojos de Neyra. Se abrazaba, respiraba, respiraba como el fin de la gestación, ¡ven!, y en esas ansias estaba cuando sintió que dos patas de oso se posaban en sus ancas de yegua en celo y que, por más sórdida realidad, le hicieron desfallecer.

(2000)