I. La falta de competencia
La filosofía es para los ancianos, digo esto porque la mente necesita desligarse de las sensaciones y de los instintos para pensar con pureza. Al joven por uno y otro lado le acecha los placeres carnales, su mente anda entre la carne y el espíritu.
Sin embargo, en estos últimos siglos hemos vivido a la champa, el débil vive como fuerte, los esclavos mandan, la mujer quiere ser hombre, etc., esta queja es la misma que lanza Guamán Poma en su carta al Rey, que el mundo está al revés. El mundo de las ideas, lo ideal, no se cumple en la realidad, hoy la frase “¡qué importa!” pulula hasta en los más idealistas, qué se va a hacer, así es la vida. Un joven filósofo es una contradicción, pero se da. Es un hecho que jóvenes estudien filosofía en la Universidad.
Ante ese factum hay que tomar decisiones. Por ello la pedagogía de los profesores de la escuela de filosofía debería adecuarse ante esa situación. Pero no es así. El objeto es un ser humano que está ardiendo de pasiones, ese es el obstáculo para los profesores de filosofía, porque ante una cita con una chica bonita o estudiar para un examen de Platón, es más seguro que vayan a lo primero, y es lo más normal.
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La mayoría de profesores piensan que los estudiantes de filosofía son unos ancianos (más allá del hecho de que la filosofía sea para los ancianos, y para los jóvenes la guerra).
Si mañana hay un examen de Tomás de Aquino, por ejemplo, y justo hoy tengo una fiesta en donde voy estar con una chica que me gusta, yo como joven estudiante de la UNMSM voy a la fiesta, porque sé que ese profesor siempre aprueba. Con ello me perdí al no leer un gran texto de Tomás. Pero si yo sé que ese profesor es drástico y obliga a que estudiemos porque si no nos jala, entonces dejo toda fiesta y me pongo a estudiar.
Si, por otro lado, soy aplicado y me olvido de la fiesta, aun sabiendo que ese curso se aprueba a priori, llegado el final del curso todos tienen casi la misma nota, digamos todos tienen 16. Siento entonces una total desazón.
En aquellos dos ejemplos se manifiesta un rasgo importante de un estudiante joven: la voluntad. Lo que deberían hacer los profesores no es hacerse los ciegos ante la existencia de los instintos en el joven, sino aprovecharlos para el provecho de la escuela misma. El deseo sexual primó ante el amor a la sabiduría, en el primer caso; en el segundo, el deseo de ganar la competencia, o sea ser el mejor en el salón, se reprimió. Los dos resultados fueron en detrimento de la Escuela. El primero se vuelve un estudiante mediocre, el segundo un estudiante desencantado de lo que hace.
El problema está en que en la Escuela, la mayoría de profesores, no ponen presión, y creen que somos unos ancianos que no tenemos cuerpo y que por nuestra propia cuenta vamos a estudiar, como sí lo haría un anciano. Al joven le interesa la competencia, si se quiere unos filósofos viriles, ganadores, competidores que no le tienen miedo a nadie, se debe incentivar a la competencia.
La competencia es propiedad de la juventud, el goce que causa un triunfo arrastra a uno a realizar cosas inverosímiles. Si yo sé que si me saco la mayor nota voy a ser premiado con algo, al menos con la mención del profesor, entonces en una noche me puedo leer 400 páginas. Pero si sé que no tendré ningún goce, no llego ni a las 10 páginas.
En la Escuela de Filosofía falta incentivar a la competencia. Falta manipular la voluntad del estudiante para desarrollar su mente. Ante ello, por qué no mencionar a Fernando Muñoz, Dante Dávila, Ana María Gispert Sauch, JaimeVillanueva, David Villena, ellos obligan, ponen presión, dan miedo, así aprende un joven; un anciano no necesita ser presionado para estudiar. No hay concursos, publicaciones, premios, nada que incentive la competencia.